domingo, mayo 11, 2003

LA TRAGEDIA CLASICA NO ES FÁBRICA DE ESPECTADORES

Desde Esquilo, el motor de la tragedia teatral ‘clásica’ se ha fincado en imponer al drama, desde su inicio, el germen que contiene en potencia todos los elementos de la tragedia que está por desenvolverse. Su desarrollo conduce a un momento decisivo del protagonista.
Este momento de decisión es también un punto de inflexión; Federico Schiller denomina punctum saliens, y es el momento cuando el dramaturgo prefigura la consecuencia futura del defecto moral en el carácter del protagonista (en ello estriba lo trágico, no en la adversidad del "destino").

Por causa del defecto en el carácter del personaje o personajes principales, la conclusión de la tragedia -el fin trágico- confirma la naturaleza de dicho defecto, exhibiendo la ruina que brota de éste. Si bien la función de la tragedia no es "didáctica" en sí misma, existe una especie de "lección" oculta que se deriva de demostrar que el resultado trágico pudo evitarse, de no ser por la prevalencia de dicho defecto moral (los celos de Otelo, la indecisión de Hamlet, la ceguera del Rey Lear).

Así, los elementos del drama están concebidos para despertar una ambigüedad en el espectador que, aún contra su voluntad, es obligado a meterse en los zapatos del personaje. El espectador va "decidiendo" mientras se desarrolla la trama y su "decisión" se confronta con la del personaje. En ese sentido, la tragedia clásica no crea espectadores (pasivos). Antes bien, el dramaturgo (clásico) tiene como cometido involucrar en la obra al espectador, le asigna un rol del que no se puede sustraer.

La tragedia va creando un entramado que lleva a la conclusión trágica (lógica desde el punto de vista de que el espectador va prefigurando el desenlace, a veces imprevista por lo que se espera del (los) protagonista (s). Los buenos directores y actores van tejiendo cada parte de la obra con el propósito de desencadenar de forma explícita el desenlace trágico.

En sus Cartas sobre Don Carlo, ensayo sobre su obra, Federico Schiller explica la CAUSALIDAD (no casualidad) de la trama, de los personajes, así como su trágica conclusión, lo que transparenta el hecho de que los principios de composición clásica atienden a un riguroso proceso de elaboración donde no se deja espacio al azar. Al explicar cómo "creó" Don Carlo, Schiller va demostrando que no es posible una obra verdaderamente bella si no se parte de tener una idea terminada de la misma, concebida como una totalidad única.

Contrario a las excentricidades que escurren muchos dramaturgos o ‘teatreros’ de la actualidad, la composición de una obra clásica no es producto de la ‘inspiración’ (disculpen este lugar común). Su fuente se basa en el ejercicio de la actividad intelectual autoconcientemente dirigida, cuyos principios son suceptibles de ser comprendidos, aprendidos y transmitidos.

La creación artística no necesariamente es el fruto de innatas mentes superdotadas, como tiende a creer el mito popular. En buena medida, la facultad de desarrollar las capacidades latentes de escritores, músicos, dramaturgos, etc., se podría condensar en una breve frase de Federico Schiller: “¡Atrévete a ser sabio!”

Ya se ha dicho, pero aquí lo repito: Shakespeare, Cervantes (*) y, Schiller son lectura obligada para buscar principios de composición que permitan formar estudiantes-autores de Teatro Clásico. ¿Nostalgia por el pasado? Quizá, pero no se trata de repetir esquemas de manera lineal ni de revivir Romeos. Se trata de capturar principios para hacer cosas nuevas y trascendentes y desmistificar la labor creadora de los literatos.

La academia y el experimento bien podrían sentarse a discutir sobre este asunto.

(*) Los entremeses de Cervantes son en realidad pequeñas comedias pero desnudan la ideología prevaleciente en la España de su época, ideología que era, léanlo y verán, una verdadera tragedia.

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