martes, marzo 29, 2011

LAS CONCHAS AZULES DE LA CALIFORNIA
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___Fue mi niñez la que tuvo el primer encuentro con las conchas azules. A San Luis, Río Colorado, donde vi las primeras luces de un sol frío de desierto, llegaban las latas de etiqueta roja con la marca Ensenada. Éramos un mercado natural y contiguo en un mundo donde la globalización apenas balbuceaba. Mi abuelo vendía el producto en su abarrote “La Nogalense”, pionero en esa mesa arenosa que remata el borde del desierto sonorense antes de llegar al Colorado.
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__El abulón era una verdadera delicia, pero no era cosa de todos los días. Los domingos se preparaba con puré de tomate Val-Vita, limón, pepino, cebolla, tomate y salsa de marcas diversas como Búfalo, Tabasco y Red Devil, y lo disfrutábamos con la picardía de nuestros escasos años. Llamaba mi atención el salobre aroma del líquido que contenían las latas. En ocasiones, lo bebía a hurtadillas de la lata, sazonado con limón y chile. Mi abuela Aurelia, oriunda de San Ignacio, uno de los valles que seguramente el padre Kino adoraba por sus paisajes y fertilidad, solía agregar chícharos, ejotes y zanahoria y papa picadas al platillo. Cómo no saborearse.
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___Sin saberlo a ciencia cierta, debo mucho a Eusebio Francisco Kino por las dos vertientes de mi familia. Por el lado de mi madre, originaria de Nogales, comparto con los pobladores del norte de Sonora una región forjada en los preceptos y enseñanzas del padre misionero que hilvanó los pliegues ásperos de dos culturas diferentes.
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___Por el lado de mi padre, mi abuelo provenía de Los Mochis, población del norte de Sinaloa que no se explicaría sin la presencia de las misiones jesuitas del siglo XVII.
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___El hermano de mi madre, maestro de profesión, un día del maestro llevó a casa un par de conchas azules que le obsequió un alumno de tercer año en la primaria Félix Soria. Se traraba de dos flamantes conchas de abulón que rodaron por años en la casa, ya como ceniceros ya como piezas exóticas del modesto decorado doméstico. Llamaban la atención. Su aspecto nacarado era matizaba de una paleta cromática que iba del verde aguamarina al azul profundo. Pocos imaginarán la sorpresa que debió embargar al padre Kino cuando los indígenas de la rivera del Colorado le mostraron aquellas piezas marinas provenientes del Pacífico, de la Mar del Sur que con tantos sacrificios había cruzado el padre fundador luego de esacalar La Giganta en la cintura central de la península bajacaliforniana.
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___La fortuna, que me había llevado a radicar, ya entrado en años, a la extremosa ciudad de Mexicali, conspiró para un nuevo reencuentro con las conchas azules en 1988. Acompañado de la doctora peruana Bertha Farfán, fui invitado por la cooperativa pesquera de la Isla de Cedros a impartir una conferencia sobre salud. El viaje fue por demás curioso: viajamos de Ensenada a la isla en un tetramotor de 16 plazas. La mayoría de los ocupantes eran pescadores que llevaban entre los pasillos un curioso flete de aparatos eléctricos, maletas y hasta ¡jaulas con gallinas! De sus hieleras portátiles extraían cervezas con tanta familiaridad que fácilmente nos unimos a su alegría.
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___Isla de Cedros era entonces un pueblo de unos quinientos habitantes. Sobrevivían gracias a dos fuentes de trabajo: una planta de Productos Pesqueros Mexicanos, que enlataba principalmente atún, y la cooperativa de abuloneros que nos había invitado a conferenciar.
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___No viene al caso hablar de la conferencia. Isla de Cedros, comparsa del paralelo 28, era un peñón desgraciado donde imperaba más el guano de las gaviotas que los escasos cactus de su vegetación. Un paupérrimo centro de salud, un par de bares y dos restaurantes que ofrecen chorizo de abulón, un platillo verdaderamente delicioso y exótico, eran los pocos atractivos del paisaje rocoso.
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___A las 8 de la noche se apagaba el generador eléctrico que alumbraba el desapartado poblado de la isla. Un silencio profundo se hacía sentir sobre nosotros, aligerado quizá por el infinito oleaje nocturno. La brisa del mar era, probablemente, la única bendición que la naturaleza prodigaba en esa isla desolada.
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___Pero había más. Sobre la rivera, en el centro de operaciones de la cooperativa abulonera, cientos de trampas para langosta formaban cercas de alambre predispuesto. La pesca aquí no tiene muchas reglas. Los buzos usan escafandra o equipos autónomos indistintamente. Los pescadores no suelen reparar en florituras. El punto es alcanzar los diez, veinte y hasta treinta metros de profundidad, sin reparar en consecuencias de salud o la longevidad de los buzos.
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___No había conchas tiradas. Nada se desperdicia. Las conchas azules de la variedad de abulón que la naturaleza procrea aquí es altamente apreciada. Su bella dureza permite hacer aretes, prendedores, curiosidades y bellos giros artísticos gratamente solicitados por los turistas norteamericanos.
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___En 1999 mi familia abandonó la Baja California y regresé a Sonora, donde residían mis hermanos, la tierra a donde pertenezco. Pronto me reencontraría con mis orígenes y con la formidable historia de Kino.
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___Cuando los indígenas de la rivera del Colorado, en el entronque de los actuales estados de Sonora, Baja California, California y Arizona, le mostraron a Kino las conchas azules de abulón, cuando le explicaron su origen y dieron cuenta de su procedencia, el misionero tuvo la certeza de que la California no era “la isla más grande el orbe”, sino una península adherida al mazo continental de la Nueva España.
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___¿Cómo se entrelazan nuestras pequeñas historias personales con los aldabones de la historia? La incógnita quizá no está tan distante de nosotros como suponemos.
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___¿Qué dije?
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