DUELO DE 18 DE JULIO
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___(A continuación, unos apuntes atribuidos equivocadamente a un escritor de apellido Serna).
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___Arribé a Palacio Nacional como a las diez de la mañana, quizá un poco más tarde, me distrajo el número de personas que se arremolinaba frente a la puerta principal. Los árboles del Zócalo parecían tristes bajo el cielo nublado. El silencio se perdía en los pasos marciales de un grupo de jóvenes del Heroico Colegio Militar que se acercaban enfundados en sus trajes negros.
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____Junto a un barandal de las jardineras, un grupo de mujeres zapotecas vendían tortillas tostadas y tamales negros, parecían tristes y algunas lloraban. Empezaba a lloviznar y la gente se aglutinaba bajo el ala de los árboles. Las filas frente a la puerta principal se movían acicateadas por el agua, los dragones del Ejército Nacional permanecían inmóviles alrededor del edificio. Un pintor recogía apuradamente su utilería y guardaba protegiendo con su chaleco una acuarela sin terminar. Era Ramiro Medina.
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____Luego de esperar un par de horas pude entrar al edificio. Había una suerte de comisión en la recepción que se identificaba por los moños negros que portaban en el brazo, esa comisión permitían el paso de personas que no hacían fila, entre ellos a algunos extranjeros. Adentro todo era reordenado según las indicaciones de un joven capitán que llevaba su espada envainada entre las manos. En ese punto, apareció Don Ramón Acevedo, editor del Monitor Nacional, quien me tomó del brazo y me condujo hacia el Salón de Embajadores. Me saludó y me dijo: “Vienen tiempos difíciles, Graciano”.
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____Caminamos en silencio sobre un ancho pasillo mientras grupos de personas marchan hacia la salida; flanquean nuestros pasos las estatuas de Hidalgo, Morelos, Allende y Aldama, luego la enorme sala. Mi acompañante se quita el sombrero antes de entrar. Un hombre nos indica formarnos y finalmente alcanzamos el féretro. Ahí está su cuerpo, exánime y conspicuo, parece estar dormido con su cabello planchado y brillante y la banda tricolor sobre su pecho. La levita oscura que tanto estimaba y su gesto estoico son ahora su indumentaria final, la del último viaje del hombre que vivió viajando. Sorprende la enorme cantidad de arreglos florales ahí. Coronas enormes de crisantemos y claveles, lirios y cempasúchil, ramos de rosas y orquídeas blancas hacen su propia valla. Algunas mujeres lloran agitadamente y no se observan cirios ni crucifijos. Llora también Camilo, su criado de confianza, al pie del ataúd, quizá recordaba los últimos momentos de vida de su benefactor a quien no abandonó ni un instante durante su agonía fulminante, como relataría después. Lloraba quizá recordando el momento preciso en que cesó el dolor del patriarca y se detuvieron los latidos de la República. Ante nuestros ojos, en medio de un rumor ahogado, colocarían sobre el féretro las insignias masónicas que profesaba.
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____Me preguntaba cómo hacían para que el cuerpo pudiera soportar el paso de los días sin exhibir señales de descomposición y pensé en lo inoportuno que suele ser la muerte. Don Ramón se entretuvo saludando a unos funcionarios. Era mediodía cuando salí del recinto, la gente seguía llegando como si obedeciera el fúnebre repicar de las campanas de Catedral que tañían como clarines apagados. La lluvia emboscaba la tarde y tomé por la calle de Tacuba rumbo a los caldos de pollo Romerito. Al llegar, un mesero cerró mi paraguas y me condujo a la mesa del fondo enmedio del humo de cigarros y la palabrería sorda de los comensales. Percibí el ambiente de luto en los periódicos que leían algunos, luego tomé asiento en lo que parecía la única mesa desocupada. Antes de repasar la carta que conocía de memoria, extraje de mi maletín el pomo de tinta y la pluma, un pañuelo azul y unos papeles de hoja de arroz y comencé a escribir: “Ciudad de México, 21 de julio de 1872…” El general Porfirio Díaz se disponía a comer mole con pollo y arroz en una mesa cercana, estaba de espaldas pero lo reconocí por su acento y por el enorme sombrero que descansaba sobre la silla.
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____Junto a un barandal de las jardineras, un grupo de mujeres zapotecas vendían tortillas tostadas y tamales negros, parecían tristes y algunas lloraban. Empezaba a lloviznar y la gente se aglutinaba bajo el ala de los árboles. Las filas frente a la puerta principal se movían acicateadas por el agua, los dragones del Ejército Nacional permanecían inmóviles alrededor del edificio. Un pintor recogía apuradamente su utilería y guardaba protegiendo con su chaleco una acuarela sin terminar. Era Ramiro Medina.
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____Luego de esperar un par de horas pude entrar al edificio. Había una suerte de comisión en la recepción que se identificaba por los moños negros que portaban en el brazo, esa comisión permitían el paso de personas que no hacían fila, entre ellos a algunos extranjeros. Adentro todo era reordenado según las indicaciones de un joven capitán que llevaba su espada envainada entre las manos. En ese punto, apareció Don Ramón Acevedo, editor del Monitor Nacional, quien me tomó del brazo y me condujo hacia el Salón de Embajadores. Me saludó y me dijo: “Vienen tiempos difíciles, Graciano”.
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____Caminamos en silencio sobre un ancho pasillo mientras grupos de personas marchan hacia la salida; flanquean nuestros pasos las estatuas de Hidalgo, Morelos, Allende y Aldama, luego la enorme sala. Mi acompañante se quita el sombrero antes de entrar. Un hombre nos indica formarnos y finalmente alcanzamos el féretro. Ahí está su cuerpo, exánime y conspicuo, parece estar dormido con su cabello planchado y brillante y la banda tricolor sobre su pecho. La levita oscura que tanto estimaba y su gesto estoico son ahora su indumentaria final, la del último viaje del hombre que vivió viajando. Sorprende la enorme cantidad de arreglos florales ahí. Coronas enormes de crisantemos y claveles, lirios y cempasúchil, ramos de rosas y orquídeas blancas hacen su propia valla. Algunas mujeres lloran agitadamente y no se observan cirios ni crucifijos. Llora también Camilo, su criado de confianza, al pie del ataúd, quizá recordaba los últimos momentos de vida de su benefactor a quien no abandonó ni un instante durante su agonía fulminante, como relataría después. Lloraba quizá recordando el momento preciso en que cesó el dolor del patriarca y se detuvieron los latidos de la República. Ante nuestros ojos, en medio de un rumor ahogado, colocarían sobre el féretro las insignias masónicas que profesaba.
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____Me preguntaba cómo hacían para que el cuerpo pudiera soportar el paso de los días sin exhibir señales de descomposición y pensé en lo inoportuno que suele ser la muerte. Don Ramón se entretuvo saludando a unos funcionarios. Era mediodía cuando salí del recinto, la gente seguía llegando como si obedeciera el fúnebre repicar de las campanas de Catedral que tañían como clarines apagados. La lluvia emboscaba la tarde y tomé por la calle de Tacuba rumbo a los caldos de pollo Romerito. Al llegar, un mesero cerró mi paraguas y me condujo a la mesa del fondo enmedio del humo de cigarros y la palabrería sorda de los comensales. Percibí el ambiente de luto en los periódicos que leían algunos, luego tomé asiento en lo que parecía la única mesa desocupada. Antes de repasar la carta que conocía de memoria, extraje de mi maletín el pomo de tinta y la pluma, un pañuelo azul y unos papeles de hoja de arroz y comencé a escribir: “Ciudad de México, 21 de julio de 1872…” El general Porfirio Díaz se disponía a comer mole con pollo y arroz en una mesa cercana, estaba de espaldas pero lo reconocí por su acento y por el enorme sombrero que descansaba sobre la silla.
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___"¿Qué gusta tomar el señor?" -irrumpió elmesero.
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