viernes, noviembre 07, 2003

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VIERNES SIN CLASES

A pesar de que hoy no tengo que ir a clases, lo cual brinda cierto marco de felicidad gratuita, me levanté muy temprano, ello me confirma que los engranes de la rutina se posesionan del mecanismo biológico de uno. Lo primero que veo, café en mano -el primero-, es El gran Gatsby abierto de par en par justo a la mitad, parece un señorito con la pierna cruzada. Lo veo de soslayo y ordeno a mi secretaria que le haga un espacio en la agenda del domingo, me interesa lo que ocurría en los suburbios de la gran manzana en aquella época incrédula de los veintes, pero es asunto que puede esperar tantito. También veo cuatro sacos de piel negra que, esos sí, me ven con los ojos de la exigencia, les pido paciencia. Debo repintarlos, pertenecen a clientes que ya saben que enviar sus pieles a la tintorería es como lavarse los dientes con un cepillo para el pelo. Pero antes de encender los motores de la chamba concluiré este post.

Como el acontecimiento más trascendente de este viernes viernes se perfila la fiesta de cumpleaños de mi sobrino Brandon que llega a esa edad interesantísima, plena de descubrimiento, caligrafía y de ocurrente sabiduría que es la de los siete años. La salvaje turba de primos y amigos siente taquicardia porque la cita es nada más y nada menos que ¡en McDonalds! a eso del mediodía, lo que significa: hamburguesas de soya, diversión en túneles de plástico, pies descalzos y pastel de chocolate (no suena mal).

Vuelvo enseguida, voy por más café...
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. Ya regresé, escucho el primer acto de Elixir de amor...

Permítanme contarles algo personal. Diariamente desayuno un yoghurt y dos panes tostados con mantequilla. Con semejante frugalidad, a eso de las 12 ando viendo visiones, el hambre, en mi caso, empieza a afectar órganos vitales del sistema nervioso: el bulbo raquideo, el oído medio, la hipófisis y el nervio óptico. Esto se traduce en difuminación de los contornos visuales, ansiedad, temblorina y pérdida de la orientación. Desafortunadamente, en este momento los puestos callejeros de tacos de cabeza, que en ciertas circunstancias son un oasis providencial, han terminado su labor y se han marchado. Ahí es cuando mi fuerza de voluntad, y mi resistencia física y mental se ponen a prueba. Me concentro como si fuera Milton el hipnotizador, me veo en el espejo y me hipnotizo, luego entonces funciono. Es el costo por mantenerme en los 84 kilogramos de peso. Sin embargo, hoy haré un ligero cambio y pienso desayunar como luchador de la Triple A.

Nos leemos el fin de semana, pásenla bien.

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