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LA TRISTE HISTORIA DE UNA HISTORIA
Había una vez un escritor que se distinguía del resto por una sola razón: tenía únicamente un lector. Agreguen a la historia que había una noticia buena y una mala. La buena: el lector devoraba con hambre dinosáurica todo cuanto el escritor ponía en el papel; la mala: el lector era una pasita octogenaria con complicaciones diabéticas.
Nadie sabe la razón de esta singular circunstancia y no vamos a detenernos a especular, porque al especular podríamos llegar a pensar que los protagonistas de este relato se encontraban en una isla solitaria, o que el escritor simplemente publicaba una sola copia que alcanzaba apenas para el anciano. ¿Ven?, no tiene caso. Otros imaginarán que la Tierra ha sido destruida y que no quedan más sobrevivientes que el lector y el escritor (y no precisamente en ese orden), o que se trata de un anciano recluso condenado a cadena perpetua que lee el diario secreto del carcelero. ¿Ven?, muchas son las posibilidades. Sorprende una, la que alguien sugirió y que en cierto momento el narrador pensó en tomar como suya. La posibilidad sugerida desató una acre discusión entre nosotros y el narrador, pero a fin de cuentas, las cosas tomaron su nivel y, buscando conciliar a las partes, se acordó plantear un final abierto a este relato (cosa que ocurrirá a medias).
Cierto día, ajado por la horda de enfermedades que se precipitan al final de los tiempos personales, ungido de resabios incurables y desenlaces predecibles de parte de la autoridad médica y aún por la estadística, el lector entró en estado cataléptico, en un coma diabético de pronóstico insuficiente, y su vida pendía de un hilo más delgado que el que usa para pescar lobinas en la presa el primo hermano del narrador en los meses de octubre y noviembre, cuando el período de apareamiento ha concluido y los machos son presa fácil de anzuelos anhelantes (y de lombrices violadas hasta el filo de la nuca) *.
El escritor, enterado de la gravedad de la situación, es decir, de la posibilidad de quedarse sin lectores (sin lector hubiese sido más exacto, pero ya ven, el narrador parece ser un tipo laxo, poco sensible a los detalles insignificantes) abandonó sus actividades y se dirigió al sitio donde se encontró con el lector convaleciente. Lo vio moribundo, y un sudor que no había sentido desde el momento en que lo despojaron de su visa los agentes aduanales estadounidenses en la garita de McAllen, en el año de la prohibición, invadió su frente como un rocío premonitorio. El narrador reparó en el término “rocío premonitorio” y cayó en cuenta de que el sudor podría haber invadido algunas otras zonas de su humanidad. Pero nada de eso tenía importancia, el hecho es que el único lector se encontraba en el umbral de su muerte (“umbral de su muerte” sonaba a un lugar común tan reiterado, pensó el narrador, que valdría la pena cambiarlo por otra frase de igual significancia pero de menor experiencia. Sin embargo, optó por dejarlo así, conciente de que esa nimiedad poco influiría en la estructura de la trama).
Viendo el tortuguismo del personal ante la inminencia de la fatalidad, el escritor decidió actuar y consiguió que una enfermera colocara un cilindro de oxígeno al lector a fin de estabilizar su dificultosa e intermitente respiración; hizo que los médicos de guardia del hospital público pusieran a modo los aparatos que detectan los signos vitales del paciente, y logró que un especialista diagnosticara la evolución de su gravedad.
De poco valió tanto esfuerzo. El lector expiró a las 3:55 de la madrugada, cuando galenos, enfermeras y paramédicos del segundo turno se disponían a registrar su hora de salida en un moderno checador electrónico.
El escritor abandonó el hospital. Lamió el contorno del filtro de un cigarrillo mentolado y lo encendió antes de abordar su automóvil. Una sirena se escuchaba a lo lejos y la ciudad apenas empezaba a despertar. Tomó la avenida Perimetral, jaló una densa bocanada de humo y se detuvo en el semáforo. Simultáneamente, otro automóvil se detuvo junto al suyo. Era una mujer madura que lo miró de reojo. Él la saludó despreocupadamente pero comenzó a observarla detenidamente; en un instante se percató de que aquella mujer poseía las características ideales de una lectora asidua. No sabemos qué era aquello que él percibía para conjeturar semejante idea, pero, sin pensarlo, la siguió hasta un fraccionamiento residencial. Estacionó su vehículo junto al de ella. El escritor bajó saludando a la mujer con un toque familiar. La mujer se mostró amable en aquel improvisado intercambio, pero lo fulminó cuando le dijo "lo siento, soy lectora de Ignacio Mondaca". Días después, el escritor fue encontrado en su departamento víctima de sí mismo. Fin.
* Concediendo la ficciosa posibilidad de que las lombrices tengan nuca y que el anzuelo pudiera ser incrustado hasta esa región. ("No es ficción, Humphrey, la tienen y está situada al borde de su atomizado cerebro..." -Shhhhh, calla, descubrirán quién es el narrador-). No, perdón, este es el Fin...
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