martes, abril 27, 2004

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YA IREMOS A LA REPESCA

El capitán es un tipo entrado en años que se afeita perfectamente, así, su bigote cano lo convierta rápidamente en un Charles Bronson bronceado y verosímil. Don Lauro es el segundo de a bordo; es un viejo de unos setenta años que no se deja vencer por la reticencia del calcio ni comparte los cansados motores de sus lanchas que yacen junto al muelle, hastiadas de mareas y tormentas. En otros tiempos, el capitán llevaba su orgulloso bote a tirar boyas y chinchorros cerca de los islotes pedregosos que se alcanzan a ver desde orilla, donde los meros y los botetes engordan como cerdos de granja. Se podía sostener a la familia sacándolos del fondo y subiéndolos a la lancha a jalones. Eran otros tiempos. Don Lauro hubo de dejar el restaurante del hotel y hacerse a la mar. Cambió el bombín de cocinero por una gorra beisbolera, los cuchillos verduleros por gruesas cañas de fibra de vidrio y anzuelos sedientos de curiosos, y el sofocante vapor de la cocina por el aire salitroso de los puntos cardinales.

Ahora la fortuna los trae de nuevo a las aguas bajas, la mala fortuna quizá, y no encuentran más acomodo que llevar turistas por los alrededores y compartir secretos a medias con paseantes incautos dispuestos a creer cualquier ficción marina. Porque los marineros son enormes mentirosos que llevan en las venas ríos de narraciones. Es la sal que nubla sus visiones, hablan y hablan con la autoridad de un doctor de la iglesia; se aprovechan de estar en su elemento y observan divertidos cómo los extraños fingen aplomo ante la inmensidad acuática. Qué van a saber.

Fue cosa de hacer dos viajes en la lancha para transportar a todos hasta donde estaba anclado El pato, a unos cien metros del muelle, y no faltaba sino comenzar, levar anclas, pulir anzuelos y destapar latas frías. El sol jugaba a las escondidas con unas nubes amistosas y la calma auguraba un día redondo como una mantarraya. El capitán levó las dos anclas que maniataban al yate y Don Lauro las amarró en la peonza de estribor como si se abrochara los zapatos. Los niños se quejaban de unos moscos traviesos y nosotros recordábamos otras travesías familiares tan célebres como insulsas cuando se encendió el motor.

Oh, Dios, ¿cómo puedes ser tan cruel a veces? Luego de algunos intentos infructuosos, el capitán salió del camarote de mando, subió la pequeña escalera y llegó a la cubierta con una noticia terrible: el clutch se había quemado, tenía daño cerebral irreversible y “lo siento, pero no hay forma de zarpar”. Nuestros gestos entraron como en un sepelio y los niños comenzaron a atizar una hoguera de preguntas sin respuesta. Regresamos nuevamente al muelle. Dos viajes otra vez. En El pato se quedaron nuestras ansias pescadoras y alguna gorra olvidada. Desde el muelle se observa sobre la colina un panorama inédito de palmeras y cactus; al fondo el viejo y majestuoso hotel colonial que fundó en 1934 un ingeniero visionario entre Guaymas y San Carlos; su vista hacia la Bahía de Bacochibampo es insuperable, bordeada por cerros y laderas rocosa.

Don César Gándara, propietario del hotel, solía nadar todos los días frente al muelle a pesar de su lastre octogenario. En su momento fue el jefe de finanzas en Sonora de la campaña de Luis Donaldo Colosio. Don César falleció hace un par de meses partido por una neumonía.

Ahí, en ese hotel entejado que simula las casonas de las colonias españolas del norte de África, retratadas tan fielmente en algunas películas de Humphrey Bogart, pasamos el fin de semana, metidos en ropas ligeras, mecidos por un clima fragante y saciados por mariscos recién sacados del Mar de Cortés. Como el Cruz Azul, ya habrá tiempo para la repesca.

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