domingo, julio 04, 2004

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PARÁBOLA INCENDIARIA

Un tío me preguntó que si cuál es el secreto para escribir, queriendo decir con ello escribir amenamente, capturar al lector, no ser aburrido, etcétera. No sé, respondí, pregúntenle a un bombero. Mi respuesta no era gratuita: Mi primo, hijo del tío de marras (ojalá mi tío no lea este arcaísmo) es justamente bombero de profesión, he hablado de él antes, es buzo rescatista, experto en manejo de tanques de gas en circunstancias de temperaturas extremas, etcéctera. Ocurre que cuando mi primo relata asuntos vinculados a su profesión, inmediatamente acapara la atención de los presentes, incluso de los niños. Hago un paréntesis: cuando los niños escuchan las palabras accidente, muerte, ahogados, sangre o ambulancia, repentinamente dejan de hacer lo que están haciendo y paran las orejas -cierro el paréntesis-.

Martín, mi primo, sabe muy bien que el bombero es un personaje mítico venerado por la sociedad -no obstante que ésta no repara en mejorarles el sueldo-. El oficio sui géneris de los apagafuegos es peligroso y en no pocas ocasiones temerario. Como todo oficio, exige cierta vocación de sacrificio y plantea un riesgo latente que a veces pasa inadvertido. Estos parámetros suponen un espacio de circunstancias que escapan del dominio del individuo de la calle, digamos de alguien como el lector promedio de páginas electrónicas, especialmente aquel que cultiva el uso del lenguaje en alguna de sus modalidades, como aquellos que buscan vivir de la ficción.

Dados su experiencia y rango, tal espacio de inéditas posibilidades (todo accidente es inédito aunque algunos han encontrado la manera de establecer comportamientos, estadísticas y tendencias) coloca a mi primo Martín en la obligación de elaborar detallados reportes de accidentes, incendios, etcétera. En estos reportes, Martín atiende a enumerar pormenores utilizando una serie de términos especializados, es decir, tecnicismos dirigidos a un lector especializado que sabrá analizarlos, calificarlos y obtener conclusiones.

Pero cuando Martín relata a algún público heterogeneo alguna acción del cuerpo de rescate en el que participa, lo hace a sabiendas de que se dirige a un público morboso por excelencia. Eso lo deja ver con una simple sonrisa. La cuestión es que la gente no desea saber cómo se va a rescatar a una víctima en un probable accidente, sino qué hacer en caso de ser ellos mismos la víctima. Así es el individuo: no pretende ser héroe sino cómo ser una víctima exitosa, es decir, que se salva.

Quien escriba, y ésto quizá responda a la pregunta de mi tío, debe tener en mente la existencia de una condición extraña que anida en el alma del individuo o del lector potencial: el morbo. El morbo no es algo malo o denostable per se; es una disfraz que adopta el deseo de conocer, especialmente en circunstancias que escapan o alteran la rutina, aquello que existe como una realidad posible o alterna, por ejemplo un incendio, un desastre natural, una muerte inesperada o un simple accidente.

Un manejo adecuado de este elemento, el morbo, redundará en manetener la atención del oyente o del lector. Martín no dirá cómo le hizo ; dirá simplemente qué hizo, dejando un océano de posibilidades entre el cómo y el qué. Sacó al niño de la casa en llamas pero no dirá si el pequeño estaba vivo hasta que alguien le pregunte; y si observamos que alguien comienza a preguntar, entonces ya tendremos algunos elementos para responderle al tío.

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