sábado, julio 31, 2004

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PARADOJAS

Mi hermano alega que colocar un tornillo guiado únicamente por el tacto, es una de las operaciones más complejas que realiza el cerebro humano. Se refiere a esa operación incómoda en la que uno se enfrenta a introducir y girar en su agujero un tornillo sin el auxilio de la vista, guiado únicamente por la imaginación de la rotación correcta del tornillo.

Quizá muchas de mis lectoras no se han enfrentado a esta anomalía, pero, agrego, esta circunstancia, tan propicia a mecánicos y carpinteros, es también un reto a la paciencia.

Los alemanes han adquirido notoriedad internacional por cultivar una de las variedades más generosas del vino de mesa: el vino blanco mejor conocido como vino del Rhin. Sin ofender al machismo, se trata de un vino dulce y afrutado que bendice las papilas gustativas con la tersura de una caricia femenina. Quien lo degusta sin prejuicios, encuentra en él un sabor extrañamente familiar y el sumo de su buquet crea tal comodidad que no resulta disparatado el seudónimo con el que los alemanes lo identifican: Liebfraumilch.

Traducido al español, Liebfraumilch quiere decir, amorosa leche de la señora, en evidente referencia a la leche materna.

Que el vino del Rhin, el Liebfraumilch, pueda adquirirse en México en cualquier supermercado a 28 pesos la botella de 750 mililitros, nos habla de dos cosas: 1) que los alemanes producen esta delicia en cantidades fantásticas, o, 2) que la amorosa leche de la dama acusa peligrosos linderos devaluatorios.

En el verano, su época de madurez, los legendarios viñedos acunados en la rivera del Rhin son beneficiarios de una maravilla natural: los rayos del sol bañan generosamente las hojas de las vides durante el mediodía, pero, en el curso de la mañana y de la tarde, adicionalmente, la vid se beneficia del reflejo que produce el milenario río sobre su costado. Imagino el sabor de aquellas uvas, pero me resigno con deleitar el fruto de su fermentación.

Qué cosas, ¿no?

Esta tarde me encontraba trabado en los bosquejos de un relato que preparo, cuando, impaciente ante la falta de obediencia de Word, derramé un vaso del vino del Rhin sobre el teclado. No les comentaré sobre la gama de emociones que experimenté en ese momento. Me concentro mejor en relatar qué tan a fondo conocí la osamenta, el sistema nervioso y el glandular de mi ordenador. Pese a su aparente complejidad, las teclas, por fortuna, volvieron a su cauce y ahora puedo concluir esta experiencia sin contratiempos.

Si el ser humano es capaz de colocar un tornillo en condiciones adversas, y producir un vino de virtudes tan excelsas como el del Rhin, ¿por qué demonios somos tan brutos como para derramar una copa sobre el teclado?

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