El paseo que realicé durante el puente del 16 de septiembre es un sitio al que, de haber ido, ustedes hubieran querido publicitar en cuanto regresaran. Es ese tipo de lugares escondidos de la República que, de promocionarse adecuadamente, podrían atraer a muchos turistas extranjeros y nacionales. Es cierto que el interés de los turistas es muy diverso y que muchos prefieren los juegos de azar en vez del disfrute de los secretos que ofrece la naturaleza. Ustedes tendrían una buena respuesta sin duda, si alguien les preguntara qué es lo mejor. Yo por mi parte no soy turista, yo viajo a conocer lugares así con propósitos que no viene al caso explicar. Por eso para mí decir que en lo alto de la Sierra Madre Occidental, muy cerca de la frontera entre los estados de Sonora y Chihuahua se encuentra una de las cascadas más elevadas del país, con una altura de 246 metros, me parece un desperdicio de palabras si alguien no las leyera. Aún si dijera que la trenza de agua se deposita sobre un enorme cañón donde se acunan todos los verdes del mundo y que las paredes acantiladas que vigilan el curso del río alcanzan una altura de 500 metros, en nada contribuiría a que la gente se sintiera motivada a visitar el lugar llamado Basaseachic. Por eso procuro no decir nada.
Cuando llegué a ese sitio había conducido cuesta arriba por una sinuosa carretera cerca de 600 kilómetros y me sentía más apaleado que los Pumas después del juego contra los Tigres, si bien yo no conocía en aquel momento el resultado de ese partido puesto que éste apenas se jugaría un día después. Bajé del automóvil molesto por la reticencia de mis lumbares a asumir la postura que los estudiosos identifican como "erguida" en la genealogía del homo sapiens. No les hago caso (ni a las lumbares, ni a los estudiosos) pero caminaba yo peor que si hubiera trabajado de esclavo remero en el barco romano en el que estuvo encadenado Ben-Hur hace 1970 años, aunque no está de más señalar que en esa embarcación no había ya sitio para más gente. En media hora me repuse caminé por una vereda boscosa hasta llegar al sitio donde la cascada se precipita.
La cosa era estar observando por algunas horas el inusual espectáculo que ofrecía ese cañón el día nublado en que estuve allá. Algo hay de místico ahí, el rumor de la fantástica caída de agua, la fragilidad de la espuma, las formas caprichosas de las rocas gigantescas, el verde dominante que lo magnifica todo. Quisiera uno simplemente permanecer escuchando el generoso estruendo de la naturaleza bajo un tropel de nubes transparentes. En este momento iba a escribir que en aquel momento pensé en Dios pero el comentario quedaría incompleto si no abundara más sobre el motivo y alcance de mis reflexiones, por eso lo suprimo y lo reservo para otro momento en que en lugar de pensar lo que voy a escribir simplemente escriba sin pensar. Pero ahora no hay condiciones para un momento así porque aquel momento resulta irrepetible, especialmente por las circunstancias en que me ví, sentado sobre una roca clara, mirando la inmensidad del cañón, atento a los alpinistas se descolgaban de un cerro contiguo a la cascada y bajaban con cuerdas interminables hasta un lugar muy cercano al del impacto del agua. Abajo los escaladores apenas se distinguían con los binoculares.
Unos cuates de Ciudad Cuauhtémoc que encontré parapetados en el mirador, otro sitio ubicado frente a la cascada desde donde todo el mundo toma fotos, nos dijeron a mí y a mi hermano que éramos "evangélicos", imaginen el aspecto de contemplación absoluta en que nos encontrábamos, les dijimos que no, que si por qué en lugar de andar con indiscreciones no optaban por regalarnos unas cervezas que traían en una hielera roja. Se rieron y tuvieron que apechugar y ofrecernos un par de botes, luego se fueron. Mi hermano alcanzó a despedirse gritándoles "adiós, hermanos". Yo permanecí muy tranquilo mirando si la parte superior del bote estaba limplia y pensando si hubiera sido demasiado pedirles cuatro botes. Después ya únicamente me quedé viendo la parte superior del bote.
Regresamos sin contratiempo al pueblo de Yécora, Sonora, a unos 250 kilómetros de la cascada, a la cabaña donde habíamos acampado el día anterior y donde nos esperaba una reserva de cerveza que durante el viaje consideré estratégica...
Entre otras cosas agradables que pasé, en la cabaña volví a leer El rey Lear de W. S. Mientras repasaba el triste destino de Cordelia y la tragedia de Lear, la imagen del cañón seguía ahí, grabada e inmóvil en mi mente, como una fotografía necia que no se deja guardar... Afuera llovía. Volveré nuevamente a ese lugar, pueden jurarlo.
1 comentario:
Ya me dieron ganas de ir...
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