lunes, septiembre 29, 2003

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EL VIEJO DE HEMINGWAY VIVE EN GUAYMAS

Guaymas es un puerto olvidado de Dios. Alguna vez fue la tarraya nacional, hoy es zona de desastre. Es cierto que la naturaleza lo trata mal en ocasiones pero la mano del hombre gobierna como si odiara a la ciudad. Los gobiernos priístas y los de la oposición (en serio ya no se quién es la oposición) pasan sin pena ni gloria cada trienio y la ciudad es otro niño de la calle con su drenaje reventado y pésimos servicios sanitarios: supura suciedad y malos olores. El huracán Marty acaba de pasar dejando miles de damnificados.

Contrasta el desastre municipal con el Auditorio cívico que está entre los mejores del noroeste. Las butacas parecen de Cinemark, el escenario es gigantesco y baja hasta el público en 8 niveles de mármol negro precioso. Telones, entretelones, patas y mecanismos de tramoya funcionan a la perfección. Las elevadas escaleras de caracol se elevan simétricamente hasta el altísimo techo del cubo donde se agolpan los andamios superiores como enormes puentes colgantes perfectamente diseñados. Son envidiables el sonido y la refrigeración, y ni qué decir de los camerinos: enormes, bien ventilados e iluminados. Da gusto ir a cantar ahí y, como les había adelantado, ahí fuimos el fin de semana con todos nuestros arreos el coro de la Universidad de Sonora a dar un concierto.

Estando ahí me entero de que el concierto es a beneficio de la obra social de los padres franciscanos, esos clérigos que portan tremendos hábitos coloniales con gorro capuchino y un cordón blanco atado a la cintura. No hubiera sido yo sensible a la obra de estos sacerdotes de no ser porque el domingo enviaron a todo el coro a desayunar al mesón franciscano. Este mesón no es otra cosa que un enorme salón convertido en comedor donde todos los días ofrecen a las 8 de la mañana alimentos gratuitos a quien lo necesite. De los invitados especiales, la socia, la chica superpoderosa, y mi marciano favorito fuimos los primeros en llegar, luego llegaron los demás. Eran las 7:50 y nosotros éramos unos 35 contando al chofer del camión y a su niño que tiene gran parecido con Mowgli.

Al entrar, fue una sorpresa ver la larga fila de personajes que esperaban impacientes su ración diaria: ancianos abandonados, menesterosos sucios, marineros que segurmamente fueron buenos mozos en los años 50s. Rostros comidos por el sol, dentaduras lastimadas por el tiempo y el descuido, gruesas arrugas ensalitradas y grandes barbas canosas y desaliñanas eran el carnet de identidad de aquellos hombres. No había ahí teporochos. Eran hombres entrados en años, abandonados por sus propias fuerzas y jubilados por la marea de las décadas. En sus rostros habitaba el signo del perdedor; amargas retribuciones y olvido familiar teñían sus gestos hambrientos. Les juro que ahí estaba en persona el viejo que dejó Hemingway entre hilos de pescar y osamentas de jureles y cazones.

Al fondo del salón se veía una enorme cruz de madera y la foto de inspirador franciscano del mesón. Era curiosa la escena. Nosotros, un cardumen de pequeñoburgueses, rodeados de aquellos necesitados mirábamos alrededor una parvada de pinzones llevando y trayendo charolas, era un grupo de señoras y muchachas voluntarias que diariamente hacen "labor" para la iglesia, su Iglesia, la católica. No comenté nada, excepto que le dije al marciano "cómete el huevo porque estos señores ya le están echando el ojo". El marciano obedeció. Luego nos fuimos a ensayar. El malecón se miraba desde ahí.

Del concierto pues qué decir. El auditorio se llenó y todos los artistas se portaron a la altura. Música mexicana con arreglos polifónicos, mariachi, bailables regionales. Cosas típicas que despiertan optimismo en esa gente del puerto que, desafortundamente, no las trae todas consigo. En sus circunstancias, la gente no necesita mucho para alegrarse.

A veces uno dice muchas cosas y no hace nada. Ante el cuadro que encontramos ayer, los camaradas del coro ni se atrevieron a preguntar si nos iban a pagar. Regresamos contentos y aquí andamos.

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