Un día me encontraba en casa leyendo un libro sobre las costumbres de los mohicanos cuando alguien tocó a la puerta (tapping at my chamber door). Iba, lo recuerdo bien, en la página 321. ¿Quién será a esta hora?, pregunté viendo el reloj de pared que marcaba las 6:15 de la mañana (marcaba solo las 6:15, yo sabía que era de mañana). Abrí. ¡Sorpresa!, eran Mel Brooks y Walter Mathau con indumentaria de médico. Saludaron sonriendo. De improviso me tomaron de los brazos y me colocaron una camisa de fuerza. Volvamos a casa, dijeron. Me dejé llevar. Considerando mi fortaleza física, haber escapado de aquellos tipos decrépitos hubiera sido tarea fácil, sin embargo no me resistí por razones que seguramente ellos conocían a la perfección. El libro quedó tirado sobre la alfombra y la puerta se cerró detrás de mí. Me colocaron una prenda un tanto incómoda y luego me subieron a la ambulancia.
En el camino, a bordo de esa ambulancia color verde que parecía militar, Walter y Mel me hablaban a través de una ventana comunicante con tono amistoso, mediatizador. Era fácil intuir a dónde nos dirigíamos. Insistían en que todo iba a salir bien, que no me preocupara. Hablaban en inglés. Yo no estaba preocupado en realidad, no hasta que la ambulancia se detuvo en una gasolinera y Mel se bajó a comprar un Carlos V (honestamente pensé que se inclinaría por un milkyway, pero no, Caerlos Quintou, decía, con brellenou cajetouso). Ahí empecé a preocuparme aunque por un momento me distrajo la idea de que una compañía chocolatera mexicana exportara sus productos a este país. Aprovechando la ausencia de Mel, Walter, con cierto nerviosismo, me explicó en un español espantoso de qué se trataba el asunto: había ideado recogerme con el pretexto de internarme donde ustedes se imaginarán, pero en realidad, argumentaba, quien debía ser internado urgentemente era Mel; su plan consistía en fingir hasta el último momento que sería yo el interno y que ahí, en un repentino cambio de planes que luego me explicaría, dejaríamos a su colega encerrado en el pabellón de los oligofrénicos. Walter contaba con mi fortaleza física para llevar a cabo su plan. Hablaba precipitadamente, yo apenas entendía su pésimo español. Le dije que no había problema que podía explicarme sus inquietudes en inglés, pero ya no había tiempo. Viendo la contrariedad en su rostro dije “cuenta conmigo” no sin hacer un gesto indicando la circunstancia en que me encontraba, atado a mi camisa. Su respuesta fue un guiño y un esforzado tranquilizador.
Bien, como dije, aquí empezó mi preocupación. Llegó Mel con una taza de café y su Carlos V pero no era de relleno cajetoso sino del duro. Walter tomó la taza y Mel se puso al volante. Con la golosina estorbando su habla dijo algo chistoso que no entendí, Walter se moría de la risa (después supe que fingía y que el de Mel era un chiste malo y repetido que Walter detestaba).
Llegamos al hospital. Mel abrió la puerta trasera de la ambulancia y me ayudó a bajar, volteó sospechosamente a todos lados y tiró la envoltura de su chocolate en la caja de un pick up que estaba junto. Walter cerró la puerta y despreocupadamente tiró el vaso de su café en la caja del pick up. Centro de Rehabilitación, se leía en el letrero a la entrada del hospital. Rodeamos un poco y entramos por la puerta que decía urgencias. Mel y Walter sonreían. Yo caminaba en medio de ellos, algunos paramédicos saludaban. Recorrimos un largo pasillo hasta llegar al sitio convenido. Walter revisó la habitación predispuesta asomándose por una ventanilla. Esta es, dijo. Sacó del bolsillo superior de su bata una llave y abrió la puerta de metal. Se puso a mi espalda y en un rápido movimiento desabrochó mi camisa. Ahora, me dijo. Empujamos a Mel al interior y cerró inmediatamente. Mel se vio sorprendido y comenzó a gritar. Sin escucharlo, a través de la ventanilla veíamos sus gestos pues las paredes estaban tapizadas de material aislante. Retiré totalmente mi camisa y respiré aliviado. Walter hizo una seña para que viera por la ventanita. Lo hice. Me sorprendió ver en su interior a otro hombre que no identifiqué, estaba de espaldas. Es Alfred Hitchcock, me dijo, debemos esperar un poco, agregó en inglés. Se dirigió a un cubículo cercano. Le seguí. Indicó que aquello era parte de su plan: Alfred calmaría a Mel contándole un cuento de suspenso hasta dormirlo; ambos sabían el efecto de esos cuentos en la mente de Mel. Ahora lo sabía yo también. Me encogí de hombros y me dispuse a esperar. Tenía sed y recordaba los gestos de Mel al morder su Carlos V. Salí al corredor a tomar un poco de agua. Walter salió detrás de mí y se dirigió a la habitación de Mel. Lo seguí con la vista. Al asomarse a la ventanilla se sonrió. Luego abrió la puerta y salió Alfred, luego se metieron al cubículo. De regreso me asomé y vi a Mel dormido en el piso. En el cubículo Alfred y Walter se reían despreocupadamente. Saludé a Alfred y él correspondió a mi saludo con mucho afecto. Cómo va tu lectura de los mohicanos, Walter me ha contado sobre tí, me dijo. Bien, voy en la página 321, respondí. Magnífico, dijo, ahora viene lo bueno: los rituales, es la mejor parte. No me sorprendía la sabiduría de Alfred sobre los indígenas americanos pues el libro lo había escrito su padre, Mel ya me había contado que lo acusaban de plagio.
Nunca imaginé que por la tarde los dos hombres con batas de médico se dirigirían a Sunset Boulevard en busca de prostitutas. Así fue. Yo los acompañaba sin saber su destino. Íbamos en el convertible de Alfred. Eran las 6:15 de la tarde. Pasamos por una zona comercial. Llamó mi atención un auto deportivo estacionado cerca de una farmacia, en el interior pude reconocer el rostro de Hugh Grant, tenía una extraña expresión de apartamiento y satisfacción, a su lado se movía un objeto que parecía ser una persona agazapada. No encontré sentido a aquella escena. Nuestro auto continuó su marcha. Los dos individuos no se atrevían a contarme sus intenciones y disuadirme de seguir acompañándolos. Finalmente Alfred habló. Relató cómo concibió su película Los pájaros, dio un enorme rodeo para finalmente confesar los planes que tenían él y Walter para aquella tarde. Alfred hablaba un inglés peninsular al que yo estaba muy acostumbrado por haber hecho mi trabajo social en un hospital especial cerca de Londres. Hice algunas observaciones al guión de la película y les ofrecí bajar en Sundance Avenue, donde podría tomar un tranvía de regreso a casa. Pensaba en continuar con mi lectura de la vida mohicana. Persistía fresca en mi memoria la relatoría sobre el discipulado que debían seguir los jóvenes mohicanos para aprender a cazar venados machos, instrucciones que por tradición oral conservaban los adultos de la tribu de generación en generación. Eran las 7:10 de la tarde y tenía mucha hambre.
Al día siguiente, Walter me explicó el mal chiste que Mel le había contado en la ambulancia, cuando tenía el Carlos V estorbándole el habla, razón por la que aprentemente se encontraban sonrientes. Me lo contó en el momento en que nos encontramos en el supermercado. Walter llevaba en su carrito spray para matar piojos y algunas cajas de granola, pude notarlo. No sé por qué en ese momento me acordé del casual encuentro con Hugh Grant. Me detuve en la góndola de vinos pensando que había tenido que entrar por la ventana a volver a casa la tarde anterior, pero no quise contárselo a Walter para no entretenerlo o mortificarlo. Al salir ví que Walter subía las bolsas de supermercado al pick up donde habían arrojado la envoltura de chocolate y el vaso desechable. Subió y me percaté de que una persona lo esperaba en el auto. ¡Era Mel!. Lo ví porque al ponerse en marcha, por la ventanilla posterior ambos asomaron sus rostros radiantes. Mientras se alejaban hacían señas golpeando su boca abierta con la palma de la mano, evidente imitación de una danza mohicana. No supe que responder. Se veían muy contentos. (FIN).
Walter ejecutando ejericicios de yoga
Alfred posando con una de sus mascotas favoritas
El cuento que acaba de concluir (y que se asume acabas de leer) es inédito (¡uy, que miedo!). Se trata del trabajo que presentaré en el concurso que convoca la dirección de Servicios a Minorías Bilingües del Hospital Siquiátrico de Los Angeles y cuyo premio asciende a 3 mil dólares. El tema es “Atrofias mentales y literatura” y las participaciones no debe de exceder de 6 cuartillas a doble espacio (letra 12 times new roman o arial). La fecha límite para presentar sus cuentos inéditos es el 28 de septiembre a las 6:15 de la tarde. Ojo narradores de ficción breve y brevísima: Pueden participar por internet.
Que pasen un feliz fin de semana, aliméntense con frutas y verduras. Mañana voy a Guaymas a cantar con el coro, comer camarones y nadar con el traje de baño del año pasado. Mi marciano favorito está en la creencia de que él también irá. Tan pequeño y ya crea ilusiones.
Post dedicado a Mario Bellatin.
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