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TRANSDIARIO
Cuando escucho sus gemidos no me percato de la gravedad de su situación. Es muy temprano, salgo a la cochera a calentar el auto y me sorprende ver por todos lados un extraño vómito amarillento. Me dirijo al pasillo que da al traspatio y puedo verlo: está recargado a la pared tratando de incorporarse. Las patas batidas, la mirada vidriosa y sus terribles chillidos me estremecen. Lo llamo por su nombre y me mira suplicante, me reconoce acongojado por su incapacidad de sostenerse en pié, tiembla hasta el espasmo.
Instintivamente miro alrededor buscando una explicación, es algo tan sin sentido, estoy desconcertado, como exigiendo que la lógica se presente inmediatamente. Ésta acude: un trozo de papel aluminio con residuos de hígado crudo me da una pista. Tomo una cobija vieja y tapo al animal que se estremece como jamás he visto temblar a ser vivo alguno. No alcanzo a anticipar que cuando escriba esto, aún estaré escuchando esos gemidos. Llamo de emergencia a un veterinario conocido que no tarda más de 15 minutos en llegar. A mí me parece una eternidad este espacio de tiempo. De sólo ver mi expresión descompuesta, mi mujer no se atreve ni a asomarse. Llora porque ella lo quiere verdaderamente, pero oculta su tristeza y se marcha a dejar a los niños a la escuela sin decirles nada. Todo se ve en cámara lenta, la eternidad sigue apresándolo todo y el rostro de mi vecino empieza a configurarse detrás del cristal de los sospechosos.
Es veneno, dice. El diagnóstico es contundente y tardo algunos segundos en comprenderlo. Mario abre una caja de plástico que guarda parecido con la caja de mis anzuelos y enseres de pesca, aunque es más grande. Saca una jeringa, una ampolleta, algodón y alcohol. Lo inyecta en la pata y casi instantáneamente cesa el temblor. Tenemos que llevarlo al consultorio ahora que está sedado; su latido entabla una lucha por sobrevivir. Mario levanta el labio superio y las encías están ennegrecidas. Creo que es ácido fosfórico, ataca el sistema nervioso y provoca una muerte lenta, dice. Sigo aturdido. Veo en sus ojos algo que no se atreve a decir.
Lo colocamos en la caja del pick-up. Si pasa esta noche podemos salvarlo, dice con la voz quebrada de la amistad. No alcanzo a creerle.
Limpio la cochera y el patio a fuerza de manguera. Miro los rosales y el césped escrupulosamente recortado del vecino. ¿Cómo pudo hacerlo el hijo de puta?. La venganza empieza a corroer mi estado de ánimo. Regresa mi mujer y no desea hablar. No decimos nada. No hay pruebas, mi intuición me llama cobarde.
Son las seis de la tarde, ha regresado a casa. Está dormido por los sedantes y su latido es débil. Si pasa la noche, sobrevive. Nadie habla del asunto aunque los niños están extrañados por no poder salir al patio. los pretextos son maromas de cirquero, pero ellos lo creen.
Ahora es la una de la mañana. Hace frío. Salgo a revisar su temperatura y veo un charquito gelatinoso debajo de su hocico. Ya no respira, está tieso. En la casa del vecino solo hay oscuridad y silencio. Tampoco se escucha el ruido nocturno de Lobo cuando juega con su plato de aluminio. No se escuchará más. La venganza aguarda y ya he decidido no volver a criar a una mascota, pero no acierto a pensar cómo contaré esto algunos años después.
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