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HISTORIA DE UN HURTO FALLIDO
Pasaban de las once de la mañana. Cuando ví el cheque del poeta Gilberto Gastélum sobre la mesa pensé en hurtarlo, no elucubraba esa intención tanto porque los veinte mil pesos coquetearan conmigo, sino porque robarlo ahí enfrente de todos era una coartada perfecta para hacerlo impunemente. Había una oportunidad, así que ideé una estratagema: a la hora en que me tocara hablar podía echar mano de uno de los extensos rollos que siempre llevo en mi portafolios para casos de emergencia; así, podía hablar y hablar escudado en el maleficio del aburrimiento y dormir a la concurrencia que, a fin de cuentas, es gente noble y cercana; luego tomaría el documento sin que nadie sospechase de mí. Me preocupaban las autoridades y los reporteros que estaban ahí porque son personas acostumbradas a escuchar discursos de gobernantes, funcionarios y, peor aún, literatos, y no son presa fácil del enfado y el sueño.
No temo a las cámaras, pero tomar el cheque de Gilberto requería cierta labor de prestidigitación. Y ahí vino el problema: puedo leer en público cosas pesadísimas por horas y también puedo hacer actos de prestidigitación con cierta holgura, pero intentar las dos cosas a la vez sin que me empiece a dar un tic en el párpado izquierdo, representa un reto para mí. Cuando estaba por finalizar la cuartilla número dos de mi lectura, una que versa sobre las implicaciones ontológicas de la narratología (en tanto derivado de esa ciencia oculta que obedece al nombre de poética) comencé a notar que el publico no se inmutaba; no percibía rastros de cansancio ni resabios de sueño en aquellos rostros y opté por hacer más pausada mi lectura. No funcionó. Me acercaba al párrafo final (y para entonces ya había citado hasta El Quijote) cuando empezó a rodear mi cuello el yugo de la resignación, empecé a notar que al cheque de Gilberto le salían alitas. Otra vez será, pensé.
Luego Gilberto, que había llegado del puerto de Guaymas desde temprano, dirigió un poético mensaje en el que citó a Neruda y habló de la necesidad de que se apoye el trabajo creador de los escritores alegando que están muy desprendidos de la mano de Dios. Yo pensaba: ¿de dónde sacaría Gilberto esas extravagancias?
Antes de que conlcuyera todo, mi amigo Fernando tocó Alfonsina y el mar en el cello que, creo, fue la participación más aplaudida. Hubo palabras de consuelo para Gilberto y para el que escribe, luego un diploma y después el cheque. Cuando ví que Gilberto lo tomó entre sus manos, me percaté de que todo estaba perdido y que no tenía caso ya seguirse martirizando por aquel intento fallido. Luego vinieron fotos, preguntas, felicitaciones, saludos, intercambio de banderines, más fotos, sonrisas.
No soy un malagradecido, de modo que me despedí cortésmente de las autoridades y salí del cuartel de la cultura sonorense. Me fui directo al Carl's Junior. Ahí me esperaba mi marciano favorito y algunos miembros de su pandilla para festejar en plan grande su cumpleaños número 8 (el de mi marciano, no el de la pandilla). Pedí una coca ligtn y una hamburguesa que obedece al nombre de chicken club (viene adornada con un tocino transparente) y me senté plácidamente a observar por la ventana hacia el boulevard. Pensaba en dónde iría Gilberto con su cheque de veinte mil pesos. Rumbo a Guaymas, me respondí y, ¡claro!, me invitó a pescar allá... ¡No todo está perdido!
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