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LAS BREVES TRAVESÍAS DE CASANDRA
Todo va bien, pero los mareos son impredecibles y, bueno, apenas alcanzamos la islita de Alcatraz y comenzamos a entablar una partida de ajedrez con un banco de almejas blancas, cuando el capitán ordena a todos subir a bordo y levantar las dos anclas de cuchilla plegadiza del Casandra. Uno de nuestros invitados presenta problemas de baja presión y una necesidad vital de bonadoxina inyectada, hay que regresar. Docenas de medusas azul rey parecen burlarse de nuestro prematuro retorno, nosotros simplemente les rayamos la madre. Al fondo veo la línea caprichosa de la costa y cientos de personas sacándole la lengua la tedio, entre sombrillas de colores y castillos menguados por las olas.
Para nuestra mala fortuna, las maniobras para sacar el bote de 30 pies de eslora y montarlo en la batanga sobre el remolcadero son saboteadas por un oleaje que se pasa de listo. En un momento decisivo, la batanga se suelta del poste del tractor y el bote recula sin control hacia el agua dañando considerablemente la propela en el concreto del resbaladero. De no ser por la sabiduría del capitán Gardea que salta al agua e improvisa un nudo ciego con una cadena para catafixiar el problema, ahí estuviéramos todavía.
Lo demás: Centro de Salud de tercer mundo, consulta médica, inyección, reposo, atardecer dorado en la arena blanca de Bahía Kino y un restaurante de mariscos recién sacados del agua salada.
Mientras nuestro invitado se recupera, charlamos de ópera al mojo de ajo, cantantes en su tinta, teatros a la parrilla y épocas en escabeche. Vino y cerveza, estrellas y eclipses, vientos y mareas. Luego llega la noche y nos trae a casa.
Pese a todo, el saldo se ve favorable aunque nada podrá reponer mi gorra marinera perdida en sabe dónde. Quizá siguió buscando almejas en la islita sin percatarse de que nosotros ya no estamos.
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