lunes, junio 21, 2004

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TODOS LOS DÍAS SON IGUALES

Ayer, dia del padre, me la pasé a toda madre. No hice nada y pude ver completito el juego España-Portugal (lágrimas incluídas). El encuentro fue un chorizo con mal sentido táctico y pésima técnica individual. Raul parecía miembro de los cazadores del arca perdida y el técnico hispano estaba tan absorto en aquel galimatías que daba la impresión de estar viendo un juego de golf. Figo iba y venía como yendo al mandado y sus compañeros no metían gol ni poniéndoles enfrente la Puerta de Alcalá. ¿Qué podía hacer yo si mi potencial bestseller "Teoría para lanzar penales infalibles contra porteros zurdos" no se ha publicado?

Así las cosas, y desde mi egipcia estatua dominguera, entre almohadones y bostezos de modorra, veía fragmentos del Rusia-Grecia donde por lo menos hubo goles y chispazos individuales notables (iba a decir geniales pero, cuando leí los rollos sobre estilística de Murry, decidí poner más atención a los significados de las palabras).

A ustedes qué les importa, pero ayer me levanté temprano. La socia se aventó una ocurrencia a las que uno no se acostumbra: me despertó con un rebosante ramo de flores. Fremte al asombro, detrás de mi hipócrita sonrisa, había un enorme signo de interrogación que yo trataba de disimular (¿y esto... qué significado tiene?). No pude sostener aquella pose de felicidad ya que mi sistema urinario amenazaba con una huelga de brazos caídos. Repuesto del inconveniente, adopté la postura de Colmillo Blanco (el perrolobo de Jack London -en el capítulo XII-) y me dejé apapachar. Mis hijos menores cumplieron con su parte: abrazos y cartitas en technicolor deseándome lo mejor del mejor de los mundos posibles (pobres, ni han leído a Leibnitz, ni son concientes de mi edad).

En un arranque de agudeza, pude percatarme de que todo lo hacían calculadamente y a la carrera. Tenían encendido el televisor y seguían con un ojo al gato y otro al garabato los avatares del filme Jumanji que les ofrecía el Disney chanel mientras fingían compartir la celebración paterna.

"¡Qué pedo!" -dije yo encolerizado-. "¡Están viendo Jumanji, ¿no? y les duele venir a perder su tiempo felicitándome!".

En este punto, los ojillos de mis cachorros empiezan a empequeñecer al grado de desaparecer ante el repentino cambio manifiesto de mi actitud -una metamorfosis que transgrede el sentimiento de gratitud y se convierte en implacable desprecio, lo que, vale aclararlo, no es sino mala parodia de algunas actuaciones magistrales de Marlon Brandon (por ejemplo en Un tranvía llamado deseode Tennesse Williams -ni modo que de Mario Vargas Llosa-, en el que interpreta a un polaco golpeador y arrabalero). ("Humphrey, todas las parodias son malas por naturaleza, ¿por qué repetir éso de 'mala' ". -Perdón, perdón, es que esta parodia era mala al cuadrado-).

Aquella escena familiar parecía irse a pique peor que si fuera el penúltimo capítulo de Amor Real, cuando aparece en el horizonte el tornado de mi nobleza: "Hijos, entiendan, ustedes no pueden ver Jumanji sin mí".

Je, luego todo fue alegría, risas y abrazos. La socia se marchó a preparar chilaquiles con queso chihuahua y tomate de Sinaloa, sabedora de que el buque navegaba bajo su control absoluto. Mi marciano favorito y la chica superpoderosa se parapetaron junto a mí frente al televisor esperando la escena legendaria donde los elefantes y otras bestias tremendas aplastan autos nuevecitos de norteamericanos inocentes. (Nota: éstas son imágenes en las que Hollywood pone a prueba la creencia del estadounidense en las empresas aseguradoras -esa curiosa burbuja del capitalismo-).

Veo lo que falta de Jumanji porque tengo que cumplir fielmente con el rol que me he autoasignado de ser papá, pero mi mente no está en el frenesí selvático de la película de Robin Williams. No. Estoy frente a los cráneos recién decapitados que me ha puesto enfrente Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas y veo como se ve la animalandia africana desde la perspectiva incrédula del "naive" occidental. -Nuestra enfermiza afición a los circos no es sino el mareo del pragmático ante lo inédito-.

Y, bueno, qué me cuesta. Puedo aceptar ser parte del devenir ineluctable del destino, pero no puedo darme el lujo de ser acrítico de tantas idioteces que se esgrimen en su nombre.

("¿Qué dijiste, Humphrey? Esa sentencia no tiene pies ni cabeza y sus significados son un delta desbordado de la imaginación..." -Sí, pero a estas alturas ya puedo decir cualquier cosa y nuestros lectores, que experimentan un nivel de aburrimiento extremo, difícilmente se detendrán a analizar esta elucubración).

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