jueves, junio 24, 2004

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LA MUSA MADRINA

Ni modo, me vi obligado a acudir al consultorio para escritores sin inspiración. Para no hacer el cuento largo, sepan que este sitio se fundó hace ya doce años y ha venido atendiendo, eso me dijeron, desde importantes picateclas hasta nóveles poetas de nevería (esos que escriben en servilletitas mientras observan escotes). Me sorprendió encontrar lleno aquel lugar. Había dos conocidos que, no entiendo por qué, se cubrieron el rostro con ejemplares de Letras Libres el uno, y TV y Novelas el otro. Fingí no verlos pero pude observar que se trataba de ejemplares atrasados. Al ser atendido, topé con la novedad de que no había
citas disponibles hasta octubre próximo. ¿Qué pasa, pues, me preguntaba, a qué tanta infertilidad creativa?

Has de saber, terco lector, que la cita que procuro no es para quien lees sino para un camarada que no hace mucho fabricaba versos de diversos humores y calibres. Pasa que, últimamente, la musa madrina que lo asiste se ha ido con su mejor amigo (con el del camarada, no con el de ella) y le ha dejado el cerebro en ayunas (al camarada no a su mejor amigo).

Un día encontré a mi camarada sumamente deprimido junto a su máquina de escribir, absorto en contemplar la brillantez de la hoja en blanco. Me contó sus tribulaciones. Hablé con él, le expliqué que quedarse mirando una hoja en blanco no era tan lamentable como se supone, considerando que algunas personas hacen lo mismo con hojas escritas cuyo valor es incomparablemente menor que una hoja en blanco. Se encongió de hombros y trató de sonreir. Le dije que no se preocupara, que a todos los escritores les pasa eso, sólo que algunos prefieren quedarse mirando un grupo de botellas de caguama vacías, pero que era lo mismo. Se que esto no es exacto, que las botellas pueden ser de cualquier bebida alcohólica, pero trataba de abreviar. Prometí ayudarle y de paso le sugerí que era mejor escribir en computadora que en aquel armatroste, que las hojas electrónicas en blanco son más brillantes.

Fue entonces que comencé a buscar ayuda profesional. Pensé entonces en los curiosos comerciales de la sección amarilla y, obvio, ahí, en la sección Acumuladores, venta y carga estaba la respuesta: Consultorio para escritores sin inspiración (hacemos descuento a talleres literarios y cursos breves). ¡Eureka!, dije al confirmar mi hallazgo.

Así llegué hasta aquí. Buscando ayuda para mi pobre camarada. Sin titubeos, aparté cita para el 12 de octubre. Día de la Raza, pensé, qué casualidad. Al salir del consultorio me sorprendió el enorme cristal de la puerta: un enorme espejo en el que pude ver claramente mis facciones. En ese momento me percaté de que yo era ¡mi camarada!. NO PUEDO SER, pensé. Pero sí era. Dios, si yo no soy poeta, insistía como tratando de zafarme de aquella evidencia. Nada. Ahora todo se aclaraba y una especie de horror comenzaba a embargarme. Abrí el portón para marcharme pero, terrible sorpresa, quedé estupefacto al ver que mi mejor amigo cruzaba la calle, del brazo de mi musa madrina, en dirección al consultorio. Cerré instintivamente y regresé a la atestada sala de espera, tomé una revista y cubrí mi rostro mientras pasaban de largo. Luego salí apresurado y confundido: ¿Quién iba a consulta, mi mejor amigo o mi musa madrina?

Ahora estoy aquí frente a la máquina de escribir y la hoja en blanco contemplando envases vacíos de caguama. Está también la revista que hurté involuntariamente del consultorio, es La tempestad y tiene un close-up de Samuel Beckett en la portada. Acaba de ocurrírseme una idea: llamaré por teléfono y cambiaré la fecha de la cita.

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