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SHAKESPEARE ENCABRONADO
Desde Esquilo y aún antes, el teatro ha sido vehículo para trepar a escena el rostro de la condición humana. La tragedia y la comedia desnudan, desde perspectivas distintas las razones y locuras del comportamiento individual frente a las circunstancias disyuntivas de la vida. El autor clásico no pierde de vista el poderoso efecto que produce en el espectador el manejo artístico de las virtudes compitiendo al lado de los peores instintos humanos y las contradicciones que de esto emanan. El teatro como espejo, la metáfora como elemento vital en la confrontación del público con la belleza plasmada en el libreto y realizada por actores de carne y hueso como ese espectador que pronto, desde las primeras escenas se vera confrontado a tomar partido. La bronca es que ya no hay teatro. El teatro es un cadáver viviente. En buena medida, el cine lo ha convertido en una ánima en pena. No olvidemos que el autor escribe sus obras de teatro para ser representadas en escena antes que para ser leídas. Leer obras de teatro, que weba.
William Shakespeare es heredero de la tradición artística clásica; ingenio que accede al secreto histriónico: la actuación como parodia, como reflejo necesario de la decisión cotidiana y microscópica del individuo en el centro del cosmos; he ahí el poder de su arte, la clave de su actualidad centenaria. Las pasiones humanas a lo largo de los siglos permanecen intactas, los conflictos adoptan formas novedosas pero permanecen en esencia, la disyuntiva moral del individuo parece repetirse. Lo “clásico” de la obra shakespeareana se fundamenta en su dominio del principio clásico de la tragedia griega, antes que pertenecer a determinado período histórico.
Veamos un ejemplo: Coronado por la victoria militar, el valeroso Macbeth enfrenta la predicción del oráculo. No sólo le anticipan de las prebendas nobiliarias que le ofrecen sus triunfos, pronostican además que será rey (de Escocia). Si bien este presagio de ceñirse la corona le aturde, el cabal cumplimiento de los títulos anunciados por las brujas lo confunde. Banquo, primo y compañero de armas, lo acompaña y cae sobre él otro presagio: será cepa de reyes.
Lady Macbeth, ya lo ha calculado todo. Tras percatarse del ascenso vertiginoso de su marido, su ambición estalla en planes imperiales. No es necesario gastar mucha tinta para que Shakespeare configure el personaje terrible y conspirador de Lady Macbeth, merced a sus propias acciones. Duncan, el rey, confiado por la victoria reciente contra el enemigo noruego, ha llegado al castillo de Macbeth acompañado de sus hijos sin desconfiar de la traición que se cierne a sus espaldas.
El carácter trágico aflora. Pese a su demostrado valor y carácter militar, Macbeth se convierte en un individuo diletante y aún temeroso frente a la figura preponderante de su mujer y el destino. Un dragón en la batalla convertido en un cordero pusilánime por obra de manos equivocadas y un carácter . En un instante, Macbeth extravía sus principios de justicia y se despoja de su compromiso con la verdad para obedecer a los planes trazados apresuradamente por la insidia de Lady Macbeth.
Macbeth asesina a Duncan y también a sus sirvientes a quienes convierte en chivos expiatorios. Malcolm y Donalbain, los hijos del rey asesinado, huyen ante la amenaza que perciben. La lógica los acusa de conspiración contra su padre y los coloca como cómplices del regicidio. Espléndida jugada que Lady Macbeth ya ha previsto. Ahora queda Banquo, una piedra en el zapato de Macbeth quien conoce el pronóstico de las brujas. Ordena su muerte pero los asesinos no pueden impedir que Fleance, su hijo escape.
Macbeth ve en el escape de Fleance la confirmación del oráculo y en pleno banquete de coronación cree observar el espectro del recién asesinado Banquo, lo que trastorna al influenciable Macbeth. Lady Macbeth maneja las cosas para dejar bien librado a su marido frente a la corte. Pero el daño está hecho. Se agrupan de nuevo las fuerzas de los hijos del rey y pronto derrocarán al usurpador. Lady Macbeth acude a la única escapatoria que le ha deparado su propia encuentra: el suicidio. La cabeza yerta de Macbeth es testigo de su propia flaqueza.
En sus aportaciones sobre estética, Federico Schiller define como punctum saliens, el momento en que la falla moral del protagonista prefigura ya, desde el principio, el desencadenamiento inminente de la tragedia. En Macbeth, Shakespeare atiende a ese puctum saliens al presentarnos a su militar crédulo y asustadizo frente al peso del oráculo desde el I acto. La tragedia de Macbeth no tiene que ver con la ambición de su mujer sino la flaqueza de su espíritu que ve el futuro trazado por un destino infranqueable. El suicidio del libre albedrío.
Pese a la evidencia histórica y artística, Hollywood se ha dado maña para presentar al dramaturgo inglés como un “romántico” desaforado y falsear a placer el propósito de su obra. Es la libre competencia en la que el teatro ya no es negocio.
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