martes, marzo 09, 2004

.
LA RENDICIÓN

Fragmento del capítulo VIII
El rito

Desciende. Llega hasta la alargada carpa. Un tezbro lo recibe. El huésped mira fijamente sus ojos, sus tres grandes ojos como de espejo oscuro, sin párpados. El aspecto del tezbro es sereno pese a la asimetría de sus rasgos. El recién llegado desprende una bolsa de su cinturón y extrae unas brillantes monedas, no muestra fatiga por el viaje. Entrega 25 riados, el tezbro verifica con escrúpulo el mecanismo interior de las monedas, las desliza dentro de una tira gruesa que lleva pegada en una de las piernas traseras. Las monedas guardan información. Luego conduce al interior al recién llegado. Gravitan sin comunicarse hasta el fondo, donde se encuentran las gavetas, empotradas en una pared color mercurio cromo. El tezbro, a cuya especie se le conoce también como los sin-pasado, jala una gaveta con la ventosa que cuelga de la muñeca de su mano, su única mano. Cuando se dispersa el humo blanco que sale del interior de la gaveta, permanece un penetrante olor a amoníaco, ese olor predominante en el planeta tras la desaparición del último cinturón de ozono que no parece inquietar al viajero. Se acerca, observa. Es un esqueleto. Una osamenta en perfecto estado de conservación. Esta debe ser, por supuesto, dice abriendo plenamente sus ojos, lo percibo. El tezbro vigila cada uno de sus movimientos; es su deber, no es más que un guardián de las reliquias. El recién llegado toma con ambas manos el cráneo y lo inclina hacia atrás, la quijada se abre por inercia. Luego mira con detenimiento un molar superior, está hueco y se aprecia un color oscuro. Ésta es la maldita, dice en voz baja, luego se detiene en una placa que se adhiere a la quijada. Enseguida observa las vértebras lumbares. Éstas son, dice mientras roza con las yemas de sus dedos el visible desgaste en la parte interna de los discos, carajo. Sus ojos brillan como si estuviese frente a un tesoro fantástico que no verá jamás otra vez. El tezbro empieza a mover su cabeza agitadamente. El viajero repite la operación con la rodilla izquierda, observa el extremo de un tornillo de titanio, el que le permitió volver a caminar. Finalmente levanta el pie izquierdo del esqueleto, pero sin proponérselo, se ha separado la pierna de la rótula. El tezbro da signos de impaciencia. Ahora ve las protuberancias y el crecimiento exagerado de los huesecillos del tobillo. Su mente parece detenerse en algún lugar lejano en el tiempo. Todo indica que la revisión ha terminado.

El tezbro emite leves chillidos intermitentes. Es hora de marchar, el viajero entiende aquel mensaje. El tezbro posa sus dedos tuberculosos sobre unas lucecillas fenolitas en forma de oval que hay en el interior de la gaveta, vuelve el humo blanco, la ventosa empuja la gaveta que vuelve a emparejarse en la pared con el resto. La ventosa se arruga y se desprende. Se dirigen al exterior. Afuera ha empezado a soplar un viento húmedo. El viajero aborda el funerato y comienza a alejarse hacia las alturas. Regresa a su sitio. El tezbro se aleja hacia el túnel que está a la altura del suelo azuloso, de tonalidades que evocan un campo nevado cubierto de sombra. El resplandor de las lunas del artificio sobre el territorio vuelve todo de un azul intenso. El tezbro presiona sus abultadas costillas y comienza a flotar, se desplaza rápidamente hasta el túnel y desaparece. Hay un vidrio acuoso que se levanta como un espejismo roto junto al túnel, de ahí emerge otro tezbro. Es el remplazo. Sobre el horizonte oscuro se aprecia el ascenso y descenso de infinidad de funeratos. Parecen visitar las miles de carpas que se extienden en el horizonte hasta perderse como si fuesen diminutos granos de sal. Ahora las podemos ver. El rito ha comenzado. Desde la rendición, morir se ha convertido en una secuencia cuyo fin se desconoce. Son experimentos de supervivencia. Los últimos quizá.

No hay comentarios.: