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MIS MAESTROS SON ALGO SERIO
Tengo un maestro que tiene afición por escribir sobre cosas de las que no tiene la más puta idea, según sus propias palabras. Es, según él, un excelente ejercicio para mantener la mente en guardia y evitar el anquilosamiento de su flujo escritural; acicateado por la ignorancia (menuda manera de sacar partido a ese gólem), el ingenio abre el baúl de las invenciones y encuentra lenguajes para abordar temas desde una óptica engañosamente informada. La realidad es que sobre tales asuntos prevalece un nulo o escaso conocimiento, pero su verosimilitud simplemente es una extensión lógica de la ignorancia del lector. El efecto neto de su literatura es que hace creer al lector ingenuo que algo aprenderá de aquellas lecturas, mientras que al lector informado le transmite un sentimiento de estar leyendo textos de un escritor de su nivel. Utiliza lo que llamaríamos una especie de prestidigitación verbal. Merced a este bizarro procedimiento, el maestro crea con frecuencia ficciones surreales y aún absurdas que, gracias al velo de su retórica, aparecen como verdades irrebatibles. Hace poco, Ramiro Alduenda, el maestro, comentó que algunos compañeros suyos lo convencieron de bautizar y registrar su método (llamémosle así) en la oficina de derechos de autor, asunto que no había pasado por su cabeza pues nunca consideró que su método mereciera dicha certificación. Para su infortunio, y hablando sin sesgos, la oficina de derechos de autor de la ciudad no es una dependencia que se precie por contar con un personal muy preparado, de tal forma que es de aceptarse que los responsables de certificar la demanda del maestro Ramiro no atinaron en definir la categoría de su solicitud y, en consecuencia, la rechazaron. De forma testaruda, el empleado de mayor nivel repetía que gustosamente podrían registrar alguna obra literaria en particular, un poema, un aforismo, cualquier cosa, por minúscula que pareciera, pero que, en materia de estilos literarios (ese término es el que utilizó el empleado) no tenían jurisdicción alguna. Ramiro mandó a los de la oficina de derechos de autor a chingar a su madre (lo cito textualmente) y dejó las cosas por la paz.
Un día, mientras tomábamos café en la cafetería universitaria, tres colegas y yo conversábamos sobre el curioso mecanismo de composición que utilizaba el maestro Ramiro, así como de los pormenores del rechazo descrito antes. En este tenor, Mario Acosta, experto en filología y candidato a doctor en una variante de la rama conocida como Lingüística Aplicada, señaló que, sin querer, los de la oficina de derechos de autor habían tenido un gran acierto, pues el mentado estilo composicional había sido ya registrado décadas atrás en Barcelona por un escritor ayudante del famoso G. Martín Vivaldi, erudito autor hispánico de numerosos trabajos sobre redacción y estilo, trabajos que por cierto ha oxidado la humedad del tiempo. El ayudante se llamaba José Javier Riviera, quien falleció en Hiroshima en 1955 a causa de un accidente en su cuarto de hotel. Riviera cubría un reportaje para El País sobre el décimo aniversario del fatídico bombardeo nuclear.
Por su parte, Alfredo Cipriani agregó que era mejor así, en virtud de que, conociendo muy bien a Ramón, de acreditársele la autoría de un estilo novedoso, los humos se le subirían a la cabeza como ocurrió cuando erróneamente boletinaron su nombre como ganador del concurso estatal de cuento en 1999. En aquella ocasión, más tardaron las autoridades culturales en corregir el craso traspapeleo que declaraba a Alduenda ganador, que Ramón en promocionarse como el escritor más grande que hubiera pisado el campus, la ciudad y todo aquello que abarcara su miope vista.
No quise opinar, pero...
Continuará.
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