miércoles, marzo 31, 2004

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BALÚN CANÁN, LAS VARIANTES DEL MÉXICO BRONCO

Acabo de leer Balún Canán. Rosario Castellanos no nos introduce, como sugieren algunos, en el mundo desconocido y seductor del indigenismo mexicano que añoran los antropólogos. La mujer es más ambiciosa, se propone sacudir la miopía y descubrir la agonía de nuestro mestizaje inconcluso. ("Humphrey, 'sacudir la miopía' es una metáfora muy primitiva". -¿Por qué no te callas el hocico?-)

En poco más de un siglo, México ha logrado su Independencia política del extranjero, ha despejado los límites entre la autoridad religiosa y la política mediante la Reforma y ha emprendido, con la Revolución, su camino propio en pos de la justicia y la democracia. Es el período del General Lázaro Cárdenas, que expropia el petróleo y se propone poner en marcha la reforma agraria, el que enmarca a Balún Canán, un microcosmos inédito en el que se encuentran dos culturas, separadas por el idioma, las costumbres y el color de la piel. El espacio, un Comitán que parece no haber conocido a la Revolución; un último reducto que se llama Chactajal.

Rosario Castellanos ha secuestrado a una niña de siete años para obligarla ser su testigo. La obligará a relatarnos cómo vive las contradicciones de raza y de clase que tuvieron lugar en Chiapas, aproximadamente en los años treinta del siglo XX.

Mediante el diálogo y sus reflexiones, la niña nos dibuja su propia figura y la de la nana, una indígena "in edad y sin rostro" que, paradójicamente, representa su seguridad y una visión del mundo en la que orbita la figura del indígena, cuajada de mitos y leyendas como la del Dzulúm, el demonio indígena, tan corrosivo como todos los demonios occidentales. Luego va configurando la escuela, la cosecha, el circo –un extraña metáfora de aquellos que regresan-, el terrateniente y varios etcéteras.

Cuadros breves y redondos nos presentan la turbia intimidad de las relaciones sociales: la altivez del amo, la actitud apocada de la servidumbre, la contradicción de ser indio y servil en un mundo que le ha sido arrebatado. La estupidez de proclamarse superior, el desgano de sentirse menos.

La instrucción del presidente Cárdenas es clara: la educación gratuita debe llegar a cada rincón de la República; todo ordenamiento gubernamental es visto por los terratenientes como una amenaza contra su preponderancia feudal. César ha de aceptar la disposición, pero será él quien decida qué maestro atenderá a sus indios. Tal responsabilidad recae en Ernesto, hijo bastardo de terrateniente y sobrino carnal de César. Esta bastardía servirá de marco para configurar en Ernesto un mestizo de personalidad contradictoria y resentida.

En la segunda parte, Castellanos ha decidido ofrecernos a un narrador omnisciente que nos relate con mayor libertad los sucesos alrededor del levantamiento que pronto sobrevendrá. Este narrador tiene la facultad de focalizar de manera especial en un personaje tan central como el de Matilde, la sobrina huérfana, que sufre como persona los cambios que se precipitan; el propio envejecimiento y su descenso en la escala social con frecuencia la empujan hacia el suicidio.

César y Zoraida, los patrones, ven con temor que por debajo de la superficie se gestan cambios que amenazan su estilo de vida. Felipe Carranza encarna al individuo que ha sufrido amargamente el ser indio y que ahora, las circunstancias lo colocan, como una suerte de ejecutor del agrarismo oficial, en posibilidad de resarcir la vida lamentable del indígena; se percibe una especie de venganza de clase luego de haber soportado la explotación centenaria. La palabra camarada adquiere, en boca de los indios, una connotación ideológica que la autora no desea dejar pasar. Todo se precipita, el alzamiento, la quema del cañaveral. Abortos de un feudalismo híbrido que se niega a desaparecer.

En la tercera parte, vuelve la niña a retomar la voz narradora. Es su visión nuevamente la que da cuenta de las cosas terribles que ocurren, incluyendo la muerte de su hermano menor, Mario, a manos del paludismo, curiosa alegoría de Rosario en la que las enfermedades parecen no reconocer diferencias sociales.

La novela es un viaje relampagueante y preciso en un universo paradójico que aún persiste, un parto social que no terminaba hace 50 años cuando Rosario Castellanos la escribió; una identidad que todavía no termina por encontrarse.
("Humphrey: como soporífero, este rollo te salió perfecto, pero ¿a dónde quieres llegar?"... -A la cama, idiota, a dónde más-).

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