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BORGES, FRONTERA E INDIVIDUO
Durante milenios, el concepto de frontera ha inquietado a la humanidad y los humanos (vocablos emparentados por la semántica, aunque perfectamente diferenciables). La idea de limitrofidad, de frontera, nace, juzgado a partir de los escritos seminales de Marx, aparejada a la idea de propiedad, propiedad individual o privada. Sin embargo, la propiedad privada, la propiedad individual, como tal, no existe, no ha existido, ni existirá. Existe acaso la propiedad de clan, la propiedad familiar, esa que puede ser enajenada a favor de los consanguíneos, heredada a los descendientes o a sus otros, según establezca la tradición testamentaria aleatoria. Así, pues, el concepto de propiedad es un concepto grupal, lo que niega y contradice la existencia de cosa tal como el individuo. Aquí desechamos de antemano la caduca idea de una clase social, ese otro esperpento abstracto, tan engañoso como falsario. ¿Cuáles son las propiedades de Enrique VIII? No se trata de un juego de tiempos verbales, un éxtasis de conjugaciones. ¿Quiénes serán los propietarios, dentro de cien años, de aquellos territorios que Enrique VIII juzga suyos y que hoy día serían propiedad de otros? ¿Quién fuese dueño de qué?
La idea de individuo puede aceptarse, en tanto concepto filosófico, en su caso, como una mole abstracta y genérica. Sin embargo, el individuo como ente físico y concreto existe únicamente como expresión tangible (yo, por ejemplo, existo y escribo, y pueden contestarme a mi e-mail) de otro orden de magnitud cognoscible: la existencia de la especie (a ver, escríbanle a la especie –y de paso denme su dirección electrónica-). El individuo tiene una facultad que no le es propia a su especie: su voluntad independiente, su pensamiento autoconciente único. Sin embargo, ese pensamiento tiene ya definido un campo de acción, un universo creado por la especie en el que la voluntad se abre paso a contracorriente o, mejor dicho, a descorriente. Voluntad y universalidad. Lo uno y lo otro. El uno y el todo. Leibnitz.
El individuo es lo que fue antes de ser y lo que será después de no ser. Eso somos, pero nos resistimos a aceptarlo. No somos, estamos siendo y esa es una categoría que sepulta los criterios pragmáticos que nos hacen malditos porque creemos ciegamente en ellos. Este es el gran dilema de Schopenhauer (somos representación, ¡claro!, no somos caricatura), aquello que la dialéctica de Hegel no alcanzó a descifrar porque el pendejo era un comodino que concebía el paraíso como su posibilidad latente de combinar el consumo de pechugas de perdiz en salsa griega con vino del Rhin (el cheque que le ofrecía el estado prusiano), algpo que Marx apenas pudo percibir en su La ideología alemana.
Veamos: Ustedes no son más que una ecuación compleja que incluye preponderantemente a su madre, a su familia (sin excluir a su padre), a ciertos hechos y lugares intercambiables y a su propio conocimiento de las teorías del mundo incluyendo a Freud y, ahora, a la percepción que ahora tienen a partir de cometer el acierto/error de leer esta autorreflexión.
Permítanme introducir esta vorágine: El cuentillo El Aleph de Borges fue un intento por desentrañar el gran misterio pero, ¡Dios lo sabe!, falló miserablemente porque no pudo lograr ni una solución artística, ni un planteamiento científico riguroso sobre el problema que planteaba. ¿Carlos Argentino dueño del aleph?, por favor ¡viva la casualidad! Y no vengan con cuentos, fue Borges el que decidió meterse en esta discusión. Nosotros no los forzamos. Pensó que su individualidad, su voluntad creativa lo capacitaba para tal empresa. Lo hizo por su cuenta (y conste que era un tipo honesto, al menos más que Paz y Fuentes)... Yo digo que los cuentos de Borges están llenos de lagunas (comenzando con la capirotada de Emma Zunz) y que su pretendido cosmopolitismo es una variedad de engañifa apta para una Latinoamérica saturada de regionalismo.
Frontera otra vez. Borges no abre la frontera. Antes bien, cierra la frontera. Declara desierto el atrevimiento del latinoamericano por conocer el pensamiento universal y lo cercena de tajo. Dice la última palabra. Declara estúpidos a los australes y prefiere enjugar sus propias lágrimas en un enredo literario sagaz. Como otros argentinos (no sólo es culpa suya), cree tener la coartada perfecta. Engañó a muchos estadounidenses, los deslumbró con su inteligencia retórica, pero, bueno, a los gringos hasta Disney los engaña. ¡Un buen bipolar! como otros titiriteros; como Spielberg o Stephen King; como las autoridades del orbe que fingen perseguir los ideales de sus pueblos (hacen lo que pueden).
Si no existen los individuos, ¿cómo vamos a reconocer que existen los pueblos?
Ja. El uso de fronteras, su banal usufructo, ¿cómo librarnos de esa idiotez congénita?
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