martes, octubre 26, 2004

ÓPERA EN BEATYFULVILLE

La primera vez que participé en una ópera fue en Madama Buterfly de Giacomo Puccini hace un par de años, ahí mi amigo José Plazola interpretó el inolvidable rol protagónico del oficial Pinkerton. Después tuve la fortuna de hacer, desde las democráticas filas del coro universitario, Cavallería Rusticana de Mascagni. Bien, el caso es que estamos ahora frente al inminente estreno de "El Elíxir de Amor" de Gaetano Donizetti que podrá disfrutarse este fin de semana en Beatyfulville. Están cordialmente invitados, lleven matracas y cornetas.

"Elíxir" es una de mis óperas favoritas simplemente porque es una divertida broma musical de tres horas donde hay un enorme lucimiento vocal para el coro y los solistas. La socia, como ya he dicho aquí varias veces, hará el papel de Gianetta en la función del sábado, en razón de lo cual preparo al vapor un casting para armar porras enardecidas de fanáticos que vayan a reir y gritar hasta que sus cuerdas acusen inflamación y ronquera crónica (las de la porra, no las de la socia).

Algunas personas tienen la idea de que la ópera es una mujer aria gorda de enormes trenzas y gorro vikingo cantando notas agudísimas, una postal tomada de alguna escena operística de Wagner, sin embargo, la postal no sustituye al edén turístico. Aparte, Wagner es tediosísimo y yo me quedo mejor con Verdi, especialmente sus dramas shakespeareanos y schillerianos: Otelo y Don Carlo. ¿Quieren conocer la idiosincracia de Felipe II y por qué España se fué por el caño de la decadencia? Conozcan Don Carlo. ¿Quieren saber por qué ustedes dicen una cosa y hacen otra? Entonces vean Otelo. ¿Deseas saber el tamaño de la grandeza humana?, entonces hay que ver Fidelio de Beethoven.

La experiencia de la ópera transforma al individuo, le llena de un tremendo optimismo incluso en su modalidad dramática; la ópera es una poderosa vacuna contra la alienación porque despierta un sinnúmero de emociones en el oyente y pone en juego niveles perceptivos que generalmente están dormidos. En tal sentido, la ópera como género tiene un lado sutilmente peligroso.

Como espectáculo la ópera se ha convertido en moda de una élite banal y selectiva, sin embargo, la raíz de este género es profundamente popular. Ocurre con la música lo mismo que con las instituciones: se corrompe por la ambición del poder y el delirio por la fama. Entonces pierde el arte su propósito más profundo, el de contribuir a la educación estética del oyente, arrancándolo de su rutina asfixiante, despertando en él capacidades perdidas y anhelos postergados. Tal es el valor del gran arte, un asunto que a los mercaderes de almas no les interesa.

Insisto, están invitados.

No hay comentarios.: