ABIGAEL BOHÓRQUEZ, A NUEVE AÑOS DE AUSENCIA
Se murió un día como hoy. Un 29 de noviembre su corazón tiró el arpa y él se fue.
Ausencia es quizá la palabra que mejor define la relación de Abigael Bohórquez (1936-1995) con Sonora, su tierra. Es cierto, sus primeros versos nacieron en el mediodía ingenuo de una provincia ajena de ejes nacionales, entre arquetipos de literatos románticos de la posrevolución, en filamentos campestres y calles de médanos ardientes que poco podían entender de cultura y de su poesía.
Jamás abandonará esa raíz, pero la vena inquieta lo obligará a salir porque toda región es también una cárcel involuntaria donde el conservadurismo se apoltrona y la costumbre es confidente incómoda. Comprometerse resulta a veces un exilio.
Becado, no había de otra, Abigael parte a la Ciudad de México en 1955 para regresar cuatro años más tarde en medio de esa extraña algarabía que produce el goce de ganar premios literarios. Poco durará el gusto, aunque en tres años de estar en su tierra, Bohórquez dejará su sello en la Universidad de Sonora, los medios regionales y detrás de todas las puertas que se le abrieron.
Habrá de irse nuevamente. En 1962, su temperamento y los lauros de su poesía lo conducirán nuevamente por los caminos de la metrópoli. De la mano de Carlos Pellicer, Salvador Novo y otros vagará su prolongada estancia en el Defectuoso. Ahí pondrá en juego su talentosa poética y dramaturgia, atento a las novedades del siglo XX; se compenetrará de los Contemporáneos, la Generación del 27 y con García Lorca especialmente, y menos lejano, de poetas comprometidos y experimentalistas como Langston Huges y los nuevos aires sesentayocheros que llegan de París y de Columbia.
Será también un período de fermentación profesional que lo afianzará como creador y promotor cultural incansable, escribiendo para diarios y revistas nacionales, organizando recitales poéticos y dirigiendo grupos de poesía coral de alcance nacional.
Viene a mi memoria un domingo, a mediados de 1976, cuando acompañado por una amiga sanluisina de Abigael y de su madre (porque Abigael vivió unos añitos en San Luis, R. C., Sonora, donde nació el que dictaría esto que yo escribo ahora), conocí la finca campestre que tenía el poeta en Milpa Alta. De vista a los volcanes nevados del Valle de México, la suya era una casa de campo más bien rústica de modestos muebles de madera y estantes de libros desordenados. Afuera, corrales de gallinas, chivos y conejos se enredan con una milpa interminable que parece arrancada de un lienzo de José María Velasco. Aquel día compartimos la mesa con doña Sofía, su madre, quien advertía que el poeta no llegaría sino hasta entrada la noche “porque el día no le alcanza”.
Cómo va a alcanzarle si recorre con sus obras todas las delegaciones de la Ciudad de México, hace giras por diversos estados, publica libros, graba discos, elabora guiones y programas para instituciones y medios, y se da el lujo de ganar más concursos.
Un parnaso personal debió haber sido aquel oasis de maíz y tierra mojada en Milpa Alta, un islote callado donde su azarosa alma pudiera reposar, un edén provinciano que podía sustraerlo de la vorágine citadina que disfrutaba como un adicto y, al mismo tiempo, transportarlo imaginariamente a sus orígenes. Y en verdad hablamos de un período de sensible productividad poética donde tejió sonetos, versos de varios calibres y ocurrencias teatrales muchas. Es la época en que Abigael organiza en Milpa Alta lecturas de poemas y puestas en escena con campesinos y estudiantes, cosas que hacía a la menor provocación.
Retornará el hijo pródigo a Sonora en 1990, ceñido de triunfos literarios y un currículum que pocos poetas del país han soñado ganar cuando reencarnen. Ahora volverá a las aulas universitarias a enseñar lo que siempre ha amado: teatro y composición; recorrerá los pasillos de la cultura regional y diseminará por innumerables revistas y diarios de la región su experiencia acumulada. Se da tiempo de ganar el Concurso Latinoamericano de Literatura con motivo del Día Internacional del Sida, 1992, con su libro Poesida. Apenas habrá tiempo de sopesar y reconocerse en el valor de sus letras porque la muerte ha de llevárselo en noviembre de 1995.
No dejamos pasar el día, Abigael, primogénito hermano de nuestros poetas.
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