UN ESCONDITE PARA EL AUTOR
Hemos subrayado antes la inconveniencia del término omnisciente utilizado entre los literatos para denominar al narrador que relata desde un horizonte ajeno a la historia, aunque los que saben le llaman con mayor propiedad extradiegético. Cuánto sabe acerca de lo que habla tal narrador es una condición que deciden el autor aunque, en sentido estricto, también el lector.
Aunque podemos asumir que sabe más el autor que el narrador, por razones que podrían parecer obvias, lo cierto es que ante los ojos del lector el narrador puede ser un impostor que cobra vida propia y que no desea decir más que lo que ha decidido decir. Generalmente, el narrador oculta deliberadamente cierta información en aras de generar una cuota de suspenso, interés o expectación, y, a final de cuentas, cierta unidad de efecto.
En narrativa se tiende a pensar en el tiempo como en uno de los dos ejes principales en que se ubica una historia. El tiempo pareciera definir una coordenada, en el mejor de los casos complementaria de la del espacio (geografía, personajes, atmósfera, etcétera), lo que hace posible la circunstancia (es decir, la trama, el esquema en que se ha decidido proponer la historia mediante el juego de coordenadas anteriores).
Sin embargo, esta perspectiva tiende a concebir el tiempo como un mero objeto, un elemento que puede acotarse a los límites de lo narrado. El tiempo es tomado como un objeto material perfectamente cuantificable, divisible y maleable. Desde esta visión, el concepto de tiempo es fragmentario, incompleto y ficcioso. Es el tiempo, pese al potencial manejo complejo en la trama, previsto como una línea recta: pasado-presente-futuro. Tal es, generalmente, la perspectiva
aceptada por los estudiosos de la Historia y, también, nuestra perspectiva temporal cotidiana.
Sin embargo, esa perspectiva es demostrablemente reduccionista y tendrá que ser desechada en su momento.
Partiendo de la concepción holística, en la que concebimos al Universo como una unidad, el tiempo está contenido de forma esencial (no aleatoria o "agregada") en el todo y su ocurrencia en el espacio, es una constante transformación multiplemente interconectada (independientemente de nuestra serrana concepción de espacio). Pese a la dificultad intrínseca para entender este asunto, esta ocurrencia afecta de forma simultánea el pasado, el presente y el futuro.
Hay que anotar que la concepción habitual de presente-pasado-futuro es en realidad una noción muy joven. Dicha noción no tiene más que unos cuantos miles de años; se gestó y consolidó con la invención de la escritura, específicamente con la observación y la notación de los fenómenos astronómicos. De hecho, esta aparentemente incontestable relación de presente-pasado-futuro no se comprendía como hoy por parte de las sociedades orales, cuyos referentes temporales se asocian a conceptos menos abstractos como vida-muerte.
La noción lineal de presente-pasado-futuro es una abstracción útil que ha funcionado en determinadas circunstancias históricas. Los griegos ya habían escarbado en esta mina y tanto Heráclito como Sócrates y Platón descubrieron que ahí había oro. Luego se perdieron los planos y hubo que esperar a otros pensadores que encontraron algunos códigos acertados. En La Ciudad de Dios, Agustín de Hipona aborda con relativo éxito la complejidad argumental de una perspectiva holística sobre el tiempo. Él lo pone en estos términos: la mente humana, una expresión refinada del todo (por decir lo menos), aquel elemento del todo capaz de reflexionar, abstraer, descomponer, mentir e hipotetizar acerca de su propia existencia trascendente -en tanto parte del Todo- comparte la esencia de la atemporalidad.
Dicho en cristiano: los procesos mentales, nos guste o no, son una compleja relación de memoria, percepción e hipótesis ocurriendo en un mismo momento. Es decir, funciona como un curioso licuado en el que opera involuntaria y simultáneamente el pasado-presente-futuro (y no necesariamente en ese orden). Este mecanismo está en operación en hechos tan simples como ir a orinar, cruzar una calle o conversar.
Al actuar, la mente no hace las separaciones formales que nuestros gastados conceptos de temporalidad parecen imponernos. Para la mente humana el "pasado" está ahí conviviendo con la percepción (único paralelo útil que encuentro para no decir "presente") y, simultáneamente, colocándose en "lo que vendrá": el futuro manifiesto como hipótesis inconciente. Ese fenómeno aparentemente azaroso del proceso mental podría denominarse más apropiadamente discontinuo; el estudio de su comportamiento está en pañales (aunque algunos piensan que Freud es la neta).
A fines del siglo XIX, algunos escritores hicieron experimentos narrativos para tratar de representar la aparentemente caótica actividad pensamental: el llamado monólogo interior, por ejemplo. Por su parte, con la frase "esta rosa es una rosa es una rosa", Gertrude Stein buscó plantear la limitación de la escritura para representar el fenómeno inasible del movimiento y del devenir del tiempo-espacio. Sin embargo, no pudo ir más allá de meramente enunciar el problema ni presentar su inquietud de forma sistemática y asequible.
Volviendo a Agustín, recurre a ejemplos sencillos para abordar el asunto (así le hacen siempre los sabios) y nos coloca frente a un cantante que va a interpretar una pieza musical, digamos una canción o una aria. Dicha pieza tiene un principio y un fin (gracias por tu consideración a nosotros, mortales vulnerables, que siempre deseamos que todo sea una cosa); el cantante tiene en su mente (la memoria no es un archivo muerto) la trama de la pieza de forma que al cantar el principio, lo hace de forma que éste pueda diferenciarse del final, así, el cantante está al principio pero también al final -su referente- porque su interpretación buscará crear un determinado efecto en los oyentes. En cada momento de la ejecución, se desarrolla un diálogo en la mente del oyente entre lo que ha escuchado-está escuchando-va a escuchar. El principio existe en tanto que el final le procura tal existencia y viceversa. En tal sentido, el principio está contenido en cada pasaje y también en el final y toda la pieza en sí es un continuum con determinado sentido.
"Unidad de efecto" le llaman a esta intención-intensión los especialistas. Esta idea de la unidad de efecto no la inventaron los dramaturgos griegos ni Edgar A. Poe, como algunos me han dicho, esto es un descubrimiento de algunas características emocionales intrínsecas de la comunicación en sus diversas modalidades. Descubrir es diferente a inventar pero no viene al caso abundar sobre las implicaciones de esto por ahora.
Hemos subrayado antes la inconveniencia del término omnisciente utilizado entre los literatos para denominar al narrador que relata desde un horizonte ajeno a la historia, aunque los que saben le llaman con mayor propiedad extradiegético. Cuánto sabe acerca de lo que habla tal narrador es una condición que deciden el autor aunque, en sentido estricto, también el lector.
Aunque podemos asumir que sabe más el autor que el narrador, por razones que podrían parecer obvias, lo cierto es que ante los ojos del lector el narrador puede ser un impostor que cobra vida propia y que no desea decir más que lo que ha decidido decir. Generalmente, el narrador oculta deliberadamente cierta información en aras de generar una cuota de suspenso, interés o expectación, y, a final de cuentas, cierta unidad de efecto.
En narrativa se tiende a pensar en el tiempo como en uno de los dos ejes principales en que se ubica una historia. El tiempo pareciera definir una coordenada, en el mejor de los casos complementaria de la del espacio (geografía, personajes, atmósfera, etcétera), lo que hace posible la circunstancia (es decir, la trama, el esquema en que se ha decidido proponer la historia mediante el juego de coordenadas anteriores).
Sin embargo, esta perspectiva tiende a concebir el tiempo como un mero objeto, un elemento que puede acotarse a los límites de lo narrado. El tiempo es tomado como un objeto material perfectamente cuantificable, divisible y maleable. Desde esta visión, el concepto de tiempo es fragmentario, incompleto y ficcioso. Es el tiempo, pese al potencial manejo complejo en la trama, previsto como una línea recta: pasado-presente-futuro. Tal es, generalmente, la perspectiva
aceptada por los estudiosos de la Historia y, también, nuestra perspectiva temporal cotidiana.
Sin embargo, esa perspectiva es demostrablemente reduccionista y tendrá que ser desechada en su momento.
Partiendo de la concepción holística, en la que concebimos al Universo como una unidad, el tiempo está contenido de forma esencial (no aleatoria o "agregada") en el todo y su ocurrencia en el espacio, es una constante transformación multiplemente interconectada (independientemente de nuestra serrana concepción de espacio). Pese a la dificultad intrínseca para entender este asunto, esta ocurrencia afecta de forma simultánea el pasado, el presente y el futuro.
Hay que anotar que la concepción habitual de presente-pasado-futuro es en realidad una noción muy joven. Dicha noción no tiene más que unos cuantos miles de años; se gestó y consolidó con la invención de la escritura, específicamente con la observación y la notación de los fenómenos astronómicos. De hecho, esta aparentemente incontestable relación de presente-pasado-futuro no se comprendía como hoy por parte de las sociedades orales, cuyos referentes temporales se asocian a conceptos menos abstractos como vida-muerte.
La noción lineal de presente-pasado-futuro es una abstracción útil que ha funcionado en determinadas circunstancias históricas. Los griegos ya habían escarbado en esta mina y tanto Heráclito como Sócrates y Platón descubrieron que ahí había oro. Luego se perdieron los planos y hubo que esperar a otros pensadores que encontraron algunos códigos acertados. En La Ciudad de Dios, Agustín de Hipona aborda con relativo éxito la complejidad argumental de una perspectiva holística sobre el tiempo. Él lo pone en estos términos: la mente humana, una expresión refinada del todo (por decir lo menos), aquel elemento del todo capaz de reflexionar, abstraer, descomponer, mentir e hipotetizar acerca de su propia existencia trascendente -en tanto parte del Todo- comparte la esencia de la atemporalidad.
Dicho en cristiano: los procesos mentales, nos guste o no, son una compleja relación de memoria, percepción e hipótesis ocurriendo en un mismo momento. Es decir, funciona como un curioso licuado en el que opera involuntaria y simultáneamente el pasado-presente-futuro (y no necesariamente en ese orden). Este mecanismo está en operación en hechos tan simples como ir a orinar, cruzar una calle o conversar.
Al actuar, la mente no hace las separaciones formales que nuestros gastados conceptos de temporalidad parecen imponernos. Para la mente humana el "pasado" está ahí conviviendo con la percepción (único paralelo útil que encuentro para no decir "presente") y, simultáneamente, colocándose en "lo que vendrá": el futuro manifiesto como hipótesis inconciente. Ese fenómeno aparentemente azaroso del proceso mental podría denominarse más apropiadamente discontinuo; el estudio de su comportamiento está en pañales (aunque algunos piensan que Freud es la neta).
A fines del siglo XIX, algunos escritores hicieron experimentos narrativos para tratar de representar la aparentemente caótica actividad pensamental: el llamado monólogo interior, por ejemplo. Por su parte, con la frase "esta rosa es una rosa es una rosa", Gertrude Stein buscó plantear la limitación de la escritura para representar el fenómeno inasible del movimiento y del devenir del tiempo-espacio. Sin embargo, no pudo ir más allá de meramente enunciar el problema ni presentar su inquietud de forma sistemática y asequible.
Volviendo a Agustín, recurre a ejemplos sencillos para abordar el asunto (así le hacen siempre los sabios) y nos coloca frente a un cantante que va a interpretar una pieza musical, digamos una canción o una aria. Dicha pieza tiene un principio y un fin (gracias por tu consideración a nosotros, mortales vulnerables, que siempre deseamos que todo sea una cosa); el cantante tiene en su mente (la memoria no es un archivo muerto) la trama de la pieza de forma que al cantar el principio, lo hace de forma que éste pueda diferenciarse del final, así, el cantante está al principio pero también al final -su referente- porque su interpretación buscará crear un determinado efecto en los oyentes. En cada momento de la ejecución, se desarrolla un diálogo en la mente del oyente entre lo que ha escuchado-está escuchando-va a escuchar. El principio existe en tanto que el final le procura tal existencia y viceversa. En tal sentido, el principio está contenido en cada pasaje y también en el final y toda la pieza en sí es un continuum con determinado sentido.
"Unidad de efecto" le llaman a esta intención-intensión los especialistas. Esta idea de la unidad de efecto no la inventaron los dramaturgos griegos ni Edgar A. Poe, como algunos me han dicho, esto es un descubrimiento de algunas características emocionales intrínsecas de la comunicación en sus diversas modalidades. Descubrir es diferente a inventar pero no viene al caso abundar sobre las implicaciones de esto por ahora.
Bien, San Agustín no plantea su ejemplo exactamente así, pero su idea sobre la pieza musical es retomada aquí con fidelidad. Llegamos pues a ver esta cuestión del tiempo desde un punto de vista diferente de la visión vulgar que se nos inculca y que tendemos a aceptar sin mayor problema. Nuestra visión aristotélica del tiempo -igual que otras concepciones funcionales que damos por verosímiles- es ridículamente errónea y a partir de ella solemos elaborar gigantes esquemáticos y sistemas monumentales que nos mantienen en el engaño por el hecho de que "funcionan".
Pese a la engañosa apariencia, el individuo (la especie) no está condicionada por ese concepto aristotélico de tiempo. En rigor, el individuo estaría condicionado por la idea de tiempo que hemos querido exponer, en cuyo caso, no podríamos decir que "está condicionado" porque eso sería colocarlo fuera del todo del que forma parte. Y el hombre, es condición refinada del todo. Igualmente engañoso sería pretender demostrar qu existe "una época" para cada sociedad. Los historiadores han recurrido a la idea de "épocas" porque piensan que el mundo no puede explicarse de otra forma que "de atrás para adelante".
"El hombre y su época". "Su época no existe sino como una abstracción. "Su época" son todas las épocas pasadas y futuras.
¿Cuándo naciste? "El 12 de agosto de 1975" Qué alivio, puedo acotarte, por un momento temí que padecieses universalismo.
"¿Cuándo naciste?" Siempre y nunca, estás hablando con el todo. Aquí he estado siempre, pero con la cabeza agachada no podías verme.
La tradición judeo-cristiana ha intentado presentar esta perspectiva con relativo éxito y con relativo fracaso, en lo que puede considerarse un avance respecto de la forma en que fue planteada por Heráclito y luego por Platón. Para fines prácticos, la definición relativista del "tiempo", parecería inútil e impráctica pues al individuo le es preciso fraccionar el todo a fin de ser funcional. En esta peripecia práctica olvida de qué manera puede aprehender el todo (incluyendo a él mismo) y opta por agachar la cabeza y creer ver en las manecillas o en los fragamentos de cuarzo de su reloj el pulso del tiempo en persona.
El hombre es el tiempo. Para explicarse a sí mismo recurre a ciertos recursos primitivos como la narración.
Visto de otra manera, ¿cómo definir de una forma rigurosa "el presente"?, ¿es un día, unas horas, unos segundos, un instante? Más allá de la convención funcional, el presente no es más que un artificio que nos brinda una oscura ubicuidad funcional... Más allá, ¿de cuál presente estamos hablando? ¿Del presente de JF Kennedy, del de mi padre, del de mis nietos que aún no nacen? ¿Del de ayer, del que era presente cuando hice la primera pregunta al inicio de este párrafo? ¿Del de los egipcios, los fenicios, los incas?
No existe tal presente, no existe como tal. Es parte del proceso, del puente que nos lleva al pasado y al futuro simultáneamente. No lo vemos así porque mantenemos la óptica angustiosa de nuestra propia finitud, de nuestra mortalidad. Preferimos martirizarnos con nociones lastimeras para definir el mundo -el todo-. Optamos por suponer una visión del mundo regida por una cultura decadente, contaminados por esa decadencia.
¿Por qué aceptar que somos objeto de tal decadencia? ¿No nos proponía Shelley tomar a la poesía como un elemento para plantearnos la trascendencia, abordando aspectos profundos y apasionados sobre el hombre y la naturaleza?
("Humphrey, vuelves a los post telúricos". -No es eso, es que este espacio es provoca claustrofobia-).
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