miércoles, junio 08, 2005

Gustav Flaubert
A 125 años de su muerte

Madame Bovary entusiasma lo suficiente como para pensar en un estudio más detenido de la obra de Gustav Flaubert. La fama que persigue al autor como escritor apasionado de la filigrana literaria, de la búsqueda incesante de formas de expresión y de un estilo decantado por intensos rigores intelectuales, se cumple con creces en esta novela. En Flaubert prevalece la impresión que produce el minucioso relato en el lector, resultado de una escritura cuidadosamente esmerilada y competente en el manejo de circunstancias y personajes; sabiduría semejante sólo pueden ofrecer la complicidad del talento y la laboriosidad. El pasado 8 de mayo se cumplieron 125 años del fallecimiento de Flaubert, un hombre arquetípico del siglo 19.

Desde la primera parte, Madame Bovary nos ha sumergido ya en un universo de prosa cautivante que retrata las vidas provincianas de Carlos y Emma, a quienes el destino une en matrimonio. Médico de profesión, Carlos ha escalado a tropezones desde una infancia bucólica y ridícula, sin embargo su espíritu no rebasa los crueles linderos de la mediocridad; Emma, hija de un agricultor acomodado, parece destinada a compartir una vida ordinaria y rural; en su adolescencia, paradójicamente, el convento fue singular rendija al mundo exterior. El azar lleva al joven matrimonio a una celebración al palacio de una rancia familia aristocrática cuya posición económica y social parece estar al margen de los crudos cambios políticos que vive Francia. Esa visita cambiará radicalmente el ánimo de Emma Bovary y su perspectiva existencial tomará un nuevo giro.

Así, el autor comienza a descubrir el rostro de la Francia de mediados del siglo 19, entre dos palabras monumentales que parecen disputarse el futuro del país: republicanismo y monarquía, un proceso histórico que emula un enorme experimento. Flaubert expone concienzudamente las diferencias sociales y humanas que caracterizan a sus personajes; su microscopio se posa en detalles inusitados manejados con estudiada precisión. Si en un momento se detiene a husmear en aspectos fundamentales de la vida rural, lo hace sin duda para contrastarlos rudamente después con las costumbres y el modo de vida cortesanos.

Así va armando un universo ambivalente, entre el brillo de la riqueza y la tosca rutina pueblerina que la mente de Emma no logra entender a plenitud: la añoranza de la gran urbe se magnifica frente al lento caminar de la campiña provinciana. El lector empieza a presentir uno de los grandes temas que el autor quiere poner frente a nosotros: la fragilidad de la condición humana, la veleta cambiante del espíritu que no es ajena a los vientos de la novedad ni a las tormentas del alma.

El repetitivo vaivén de su pasiva existencia parece horrorizarle, Emma no encuentra respuesta a su desazón. Carlos, capturado ya en el pantano de su propia mediocridad a la que parece predestinado desde el primer párrafo de la novela, no atina a tranquilizar los ánimos de la señora Bovary y opta por mudarse de ciudad y cambiar de aires. Aunque el futuro se antoja predecible, Flaubert lanza un último anzuelo: Emma está encinta.

En la segunda parte, la maestría de Flaubert no es tan evidente como cuando tiene que exhibir la ambivalencia de las emociones, la compleja fuerza motriz del alma que adopta, en la figura de Emma, formas a veces imperceptibles. Pero el ojo del autor no parpadea, ante los gestos insignificantes de sus personajes sabe que, ocultos como animales nocturnos, permanecen al acecho esperando una coyuntura inminente. Ciencia y religión son telón de fondo en el acontecer de los personajes que está por dar un vuelco. Emma descubrirá el azaroso mundo del placer y la infidelidad y sus pasos se dirigirán hacia derroteros que no habían sido abordados antes por la literatura.

Si alguien ha intentado argumentar que Flaubert ha buscado enaltecer en su novela la figura volátil de la Bovary, falla ciertamente. Antes bien, es posible encontrar en el desenlace una filosa lección moral. Los personajes, Carlos y Emma, son estandarte de su propia falla moral, reiteran la incapacidad de sobreponerse a las circunstancias y, paso a paso, parecen cavar una fosa mortuoria aún en contra de su propia voluntad.

A lo largo de cien años, algunos han augurado la caducidad de Madame Bovary. ¡Cuánto se han equivocado! El escritor Rafael Lemus dijo alguna vez en su blog: “la lección de Flaubert: envejece lo superfluo, no lo esencial. Una prosa reducida a su mínima sustancia será siempre vital”. Así son las obras trascendentes, el tiempo no hace con ellas sino reeditarlas. No es mala idea leer a Flaubert en vacaciones. Obras como la suya restituyen el placer de la lectura.
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