jueves, agosto 11, 2005

A continuación el capítulo II del cuento que comenzamos a publicar aquí la semana pasada. Dispensen el formato descuadrado…

Las ruinas de Comaxcocoy

II
Caía la tarde cuando salió de la ducha. La casona se veía desierta. Al frente, las mecedoras de mimbre eran remanso de dos mujeres: doña Aurora y su madre, una anciana de 96 años, dueña de la finca. Ahuyentaban el calor meneando con parsimonia unos abanicos de mano que tenían la imagen de Juan Pablo II. Décadas atrás el inmueble fue un seminario de novicios católicos.
Antes de abotonar su camisa se encontraba ya acosado por el sudor. Roció repelente de insectos sobre brazos y cara, apagó el ventilador y salió del cuarto que había sido un refugio desde su llegada; la pequeña habitación tiene una enorme ventana que mira el huerto detrás de la casona. El catre donde apenas cabía el investigador, un improvisado buró y una imagen de la Virgen de Guadalupe bordada de lentejuela, son discreto mobiliario del lugar. En ese mismo cuarto estuvo hospedado Arturo. En la cajonera había aún ropa y algunos de los efectos personales de su amigo.
Un amplio pasillo forrado de macetas comunica dos hileras de habitaciones, ocho en total, y desemboca en el arcaico portón de madera de la entrada. Las hojas del astillado portón parecen conducir al interior de una parroquia ruinosa. Sobre dos alargadas mesitas de madera sobresalen unos paraguas, un bastón y un par de jarrones de barro con agua fresca. A la mitad del pasillo, una enorme jaula pende del techo, sostenida por una cadena teñida de moho; se encuentra vacía y la puertita abierta. A mano derecha, se aprecia una elevada y espaciosa cocina; el umbral culinario es un arco rematado de ladrillo, al fondo se ve un horno de barro cocido, en algún tiempo, utilizado por los novicios para elaborar pan y empanadas que vendían en la capital. Ollas de barro formadas sobre gruesos anaqueles, sartenes suspendidos de un armazón de hierro, frascos de conservas y tupidas enredaderas dan vida al comedor contiguo donde descansan una mesa larga y ocho sillas en perfecto orden.
En invierno la casona se llena de extranjeros jubilados que huyen del frío septentrional, el lugar es bálsamo para reumas y otros males veteranos. No se sabe cómo dieron con este lugar.
Sin embargo, en verano la casa se ve desolada y triste, como ahora.
La tarde transparente y las nubes pasajeras son horizonte de la humedad reinante. El trópico impone sus condiciones. Un rumor de batracios da la primera llamada de la función nocturna y un fuerte olor a mango se dispersa buscando olfatos distraídos.
Con el presentimiento de que Arturo se encontraba con vida en algún lugar de la región, salió reanimado y saludó a las señoras.
––¿No va a cenar? ––dijo doña Aurora con acento cansado. Lucio, un enorme loro real, repetía desde el quicio de la ventana con burlesca elocuencia “cenarr... cenarrrrr”. El loro era también un forastero, quizá por eso se cayeron bien desde el principio. A Lucio lo trajo un minero de Guatemala que llegó a la casona el año pasado, lo abandonó allí porque el ave se enfermó de muerte y se infestó de piojos por frecuentar el abrevadero de las gallinas. La paciencia centenaria de Amabilita lo curó con una mezcla de aceite de linaza y jugo de naranja que le suministraba con una pipeta. Para librarlo de la plaga lo bañaba con un menjurje elaborado a base de líquido para limpiar pisos y acetona.
––Cenaré fuera ––respondió haciéndole una seña obscena a Lucio que escondía la cabeza debajo del ala. Luego salió.
Cuando se mete el sol, el caserón parece un bodegón abandonado. De día, las gruesas paredes de adobe de casi un metro de espesor y sus elevados cielos entejados la convierten en una especie de estampa florentina.
Abanico en mano, doña Aurora encogió los hombros y continuó con la noble tarea de seguir con vida.
Tomó la calle empedrada y enfiló a la comisaría.
La avenida es arroyo natural en época de lluvias. Ahora se veía llena de hoyancos y de lodo. Al concluir el estiaje, el agua baja bramando y sacando piedras, eludiendo obstáculos hasta desembocar en el río San Ataulfo, que bordea al pueblo. “Ahí viene la Chagua”, es la voz de alerta cuando corre el arroyo, y meten a los menores a sus casas, porque en el curso de los años la corriente ha arrastrado a varios niños hasta el río, donde los arroja sin vida. Se dice que la Chagua era una joven a quien abandonó su amante Nicanor antes de dar a luz; un rayo partió a Nicanor cuando se marchaba del pueblo en medio del aguacero. La Chagua murió junto al hijo durante el parto, sin que nadie la asistiera. Con los años, empezó a decirse que la malograda madre se aparece los días de lluvia buscando niños para ofrecérselos a San Ataulfo. Una leyenda.
Historias como ésta las aprendió el forastero de doña Aurora y su madre, a quienes escuchaba complacido hasta la medianoche. Siendo la más anciana del pueblo, Amabilita goza de la fama que le han endilgado, de ser la autora de estas historias. El huésped, igual que Arturo, anotaba estos relatos en su libreta.
Unas cuadras arriba, llegó a la comisaría, un reloj en la pared señala las 8:25 de la noche, debajo de las manecillas se alcanza a leer un anuncio que dice “Leche Buena”. El piso resquebrajado se ve sucio y no puede evitarse el fuerte olor a licor y a sudor que emana del lugar.
––Buenas noches, necesito ver al comandante ––señaló a dos uniformados que no retiraban la vista de un viejo televisor en blanco y negro donde seguían la función de box que transmitía el único canal que se puede sintonizar. Los tipos se miraron entre sí y sonrieron socarronamente.
––El comander no está ––dijo uno de ellos––, anda bien ocupado.
––Hoy le toca –– asintió burlonamente el otro y soltaron una risa idiota.
––¡Cállense, ojetes! ––irrumpió un grito retador desde el interior de una celda que dejaba ver una puerta metálica reforzada con varillas de construcción enmohecidas. Algunas carcajadas salieron del mismo sitio.
––Mire jefe, yo sé quien es usté y también sé que anda buscando a un cuate suyo... mmmh... le voy a decir algo, la neta... el comander fue de visita con una ruca del Guayabitos y no podrá hablar con él hasta mañana en la mañana... y quien sabe
––afirmó con aire interesante y guiñando el ojo el que parecía tener a su cargo la seguridad del pueblo. Contempló el semblante bucólico de aquel sujeto, dio media vuelta y abandonó el sitio.
––¡Gracias! ––gritó desde afuera. No había tiempo que perder. En la esquina un taquero le dio pormenores del Guayabitos. Aunque el comandante le había invitado a ese sitio, el forastero nunca se paró por ahí. Después pensó que había sido un grave error porque ahí habría encontrado hasta restos del hombre de Cromagnon.
Tomó rumbo a la terminal de camiones. La estación no era más que una barraca de dos cuartos con un baño detrás que despide humores insoportables. Ahí esperó un rato antes de abordar uno de los dos taxis que hay en el pueblo, ese lo llevó al Guayabitos, a las afueras del pueblo, por el camino que lleva a la capital. Antes se detenían ahí los camiones a recoger gente, hasta que unos indios de la sierra asaltaron a un chofer y le quitaron el camión. El comandante se reía porque afirmaba que no sabían ni manejarlo, lo abandonaron cerca y no se robaron más que unos lentes oscuros y unas revistas pornográficas.
––Que se divierta en el Guayabo ––dijo el taxista con doble fijo. Una lasciva sonrisa se fue con él.
Sobre la entrada del lugar unas letras cascadas de neón dicen “Guayab”, el resto de las letras se ve muerto. Cerca de la puerta, estacionada, la patrulla delata la presencia del comandante. El auto es un Ford LTD achatarrado. En ese vehículo viajó con el comandante hasta las ruinas de Comaxcocoy. El lugar se encuentra en la selva a unos treinta kilómetros de San Felipe, el camino de terracería que conduce hasta ahí desaparece en época de lluvias.
Gracias al comandante y al comisario, el forastero fue enterándose de la historia del lugar. Comaxcocoy y otros pueblos de la región fueron fundados por tribus provenientes de Aztlán. Ahí decidieron quedarse a pesar de la oposición del resto de las tribus que estaba resuelta a continuar hasta encontraron los signos que señalaban sus profecías. Será hasta el año de 2010 cuando, al decifrarse los códices Hiuchil y Tulich, se sabrá que una de las razones por las que permanecieron ahí esas tribus padecían fue a causa de una epidemia que les impidió continuar la travesía a los sitios designado por sus dioses.
Las ruinas, descubiertas y desenterradas en 1961, eran el objeto de estudio de Arturo Sebastián antes de desaparecer. Las autoridades afirmaban no haber encontrado ahí ninguna pista sobre su paradero.
En Comaxcocoy sobresale la construcción de sus basamentos de piedra lisa y blanca donde los aborígenes elaboraron sus códices con incrustaciones de piedras de color negro; destaca también la singular disposición geométrica de sus templos y templetes. Las formas piramidales de Comaxcocoy guardan mayor parecido con algunas pirámides de la zona selvática de la India que con Teotihuacán o el Templo Mayor.
Arturo Sebastián defendía la existencia de un vínculo estrecho entre ciertas culturas asiáticas y algunas poblaciones de aborígenes de Sudamérica y suponía que el Estrecho de Bering no era el único lugar por donde llegaron a América sus primeros moradores; buscaba evidencia de sus hipótesis. No pocas veces se lamentaba del desinterés y la apatía que encontraba entre los burócratas del Instituto Nacional de Antropología. De hecho, Sebastián había estado buscando financiamiento de alguna fundación extranjera para echar a andar un proyecto de investigación más decidido.
Entró al Guayabitos, un oscuro lupanar atestado de humo de cigarrillos y tamizado de un fuerte olor a levadura. El persistente calor y el piso pegajoso completan la decoración del bar. Algunas parejas bailan cumbias desparpajadamente sobre un rústico templete; una vieja sinfonola castiga los tímpanos sin piedad mientras dos abanicos se baten contra el sopor.
Al aproximarse a la barra hurgando entre los parroquianos, una mujer se acercó al forastero gritándole al oído ––¿Qué quieres tomar, papá? Siéntate aquí conmigo.
––Nada, gracias, ando buscando al comandante Pereda ––respondió.
La mesera, de rústico maquillaje, se quedó mirando al recién llegado extrañada por su acento fuereño, sus párpados abotagados confesaban su afición por el alcohol.
––El comandante debe estar botado allá arriba... está con la Micha ––afirmó señalando las escaleras al final de la barra que conducen a un segundo piso.
El interrogador hizo una mueca de desgano y enfiló decidido hacia la puerta de entrada. La mesera lo detuvo tomándolo del brazo.
––Pérate, pérate, pa’ donde vas ––le chisqueó al oído, señaló con el pulgar hacia las escaleras y advirtió en voz baja––, yo te puedo llevar con el comander.
No lo pensó mucho, sacó un billete de su bolsillo y lo puso en la mano de la mesera, luego la siguió entre las parejas que bailaban. Escaleras arriba llegaron a un pasillo y luego a una habitación que tenía por puerta una cortina de manta blanca; adentro, una media luz iluminaba débilmente la hamaca donde Pereda roncaba semidesnudo. Se sintió cohibido pero antes de que pudiera reaccionar, una joven mujer se apresuró a salir franqueando la entrada; no se mostraba extrañada por la imprevista presencia del desconocido, su gesto era una mezcla de disgusto y curiosidad.
––Mira Micha, aquí mis ojos anda buscando a tu rey, atiéndelo ––dijo la mesera viendo de soslayo de pies a cabeza al fuereño. Este saludó echando ligeramente la cabeza hacia atrás y arqueando las cejas tratando de parecer ecuánime. La mesera guiñó un ojo y se retiró.
––Creo que mejor lo veré mañana en la comisaría ––adelantó, intuyendo que Pereda se encontraba fuera de combate.
––Oye, ¿de dónde eres? ––cuestionó la Micha al escucharlo.
El visitante no respondió, se limitó a sonreír y agachó la cabeza.
––¿Para que lo quieres, traes un problema? ––cuestionó la mujer.
––Sí, ando buscando a un amigo que se perdió en las ruinas hace como un mes y hoy me encontré con un tipo que llevaba unos objetos de él.
––¡Otro perdido! ––exclamó la Micha con cierto enfado mientras abría la cortina–– ven, pásale, éste ya no despierta ––agregó con aire tranquilizador, señalando con el pulgar al comandante que roncaba.
La tenue luz del cuartucho iluminó la cara de Micha. Debajo del sobrio maquillaje lucía finas facciones. Llevaba un transparente vestido satinado. Viéndola detenidamente, su personalidad desentonaba por completo con aquel lugar. Sus ojos grandes y expresivos parecían escudriñar las intenciones del visitante, éste veía el óvalo de su rostro con cierta sorpresa, se mantenía en ascuas y no cesaba de voltear a ver al hombre dormido. Se sentaron en una cama contigua, el cuerpo del comandante flotaba en el aire suspendido; la hamaca se mecía tenuemente como si la impulsara el fuelle de los ronquidos. Al fondo se observaba un escritorio y una silla giratoria. Encima había un portafolios negro, varios papeles sueltos, una botella de vino y dos copas de cristal cortado.
La Micha encendió un cigarrillo y preguntó:
––¿Has oído hablar de los indios de los indios?.
––¿Cómo que los indios de los indios? ––respondió sorprendido el fuereño.
La Micha sonrió maliciosamente como si poseyera una mina de secretos.
––O sea que Pereda no te ha contado nada, ¿verdad?... Mira... yo creo que a tu amigo se lo llevaron esos indios, o a lo mejor él se fue por su propio pie... así le pasó a un profe y a otros que andaban fisgoneando... Ya no regresaron...
La mujer dio un fuerte golpe al cigarrillo y comenzó a hacer volutas de humo, entrecerrando los ojos. El buscador la observaba contrariado.
––Mira, la verdad es que... no son indios..., son unos fenómenos... son como enanos, pero dicen que son muy cabrones... ¿Vienes tú solo, verdad? ––cuestionó sin esperar respuesta–– porque, es bueno que lo sepas, tú solo no vas a dar con tu amigo ––agregó pensativa, luego alzó los hombros, movió la cabeza en señal de negación y torció los labios hacia un lado.
La curiosidad hacía presa del indagador pero no atinaba a decir nada, su corazón latía apresuradamente, siguiendo la vibración que producía la sinfonola. El eco de las cumbias atropellaba sin clemencia las paredes.
––Por eso lo vengo a buscar ––dijo por fin, señalando al comandante Pereda con el pulgar.
Sin inmutarse, la mujer se levantó de la cama y se plantó frente a la hamaca levantando la voz.
––Éste no te va a ayudar, yo creo que les tiene miedo... mejor búscate al Mayor, el jefe de los mandones... ellos sí saben de este asunto; busca al Mayor, ése es quien te pude informar, para que veas.
––¿Los mandones, de qué me estás hablando, quién es el Mayor?, señaló desconcertado frente a la espontaneidad de aquel imprevisto consejo.
––Los mandones son una tribu de la sierra. Búscalos, pregunta por el Mayor. Y sabes qué... ya vete porque tengo que bajar a trabajar ––advirtió la Micha bajando la voz, su tono era cortante y amable a la vez. Abrió la cortina y con los ojos convidó al visitante a abandonar la habitación. Este miró al comandante, inmóvil y ronroneando sobre la telaraña colgante. Bajó las escaleras lentamente atravesando la escena descompuesta del bar.
Salió del Guayabitos y caminó a través de la oscuridad que envuelve a San Felipe del Rincón, la temperatura era soportable en esa avanzada hora de la noche y los mosquitos rondaban sin tocarlo. El canto de las ranas se escuchaba interminable, cientos de luciérnagas en celo desplegaban un delicioso espectáculo nocturno. Se detuvo en el parquecito de la plaza frente a la parroquia y se sentó a reflexionar sobre del relato de la Micha. Algunas personas ensayaban una serenata en el atrio parroquial.
Los mandones se daban por desaparecidos, ahora resulta que están aquí, en la sierra, pensaba meditativo. Nunca imaginó que en cuanto abandonó el Guayabitos, el comandante Pereda se incorporó, guiñó un ojo a su amasia, se deslizó hasta la cortina y se asomó para constatar la retirada del visitante. Luego abrazó tiernamente a la mujer, le besó la mejilla y se sentó en la cama estirando los brazos y bostezando.
––Bueno, creo que lo hiciste muy bien, dijo. Vamos a ver hasta dónde quiere llegar nuestro amigo.
La Micha rió de buena gana.
Tampoco imaginó que uno de los policías de la comisaría se había comunicado por radio con Pereda de la urgencia de caballero por localizarle. Pereda montó aquella pequeña farsa. Por alguna razón el comandante Pereda no quería involucrarse en el asunto de los indios de los indios. Ello no significaba que no deseara que Arturo Sebastián apareciera. Intuía que estaba vivo, además, había ahora otras razones para abrirle paso a las indagaciones del amigo de Arturo.
Como a la una de la mañana llegó su habitación en la casa de huéspedes, encendió el destartalado abanico y cayó como piedra en el camastro de la habitación. Cerró sus ojos y antes de conciliar el sueño escuchó la cascada voz de doña Aurora abatiendo la quietud nocturna.
––¿Cenó?
Lucio ya no repitió la frase.

2 comentarios:

El Chukustako Tiroleiro (¡ajua!) dijo...

las minihistorias del perico, del comandante, de los indios de los indios y lo de la palabra cenar, "hacen" el cuento. Magnifico. Lo que no entendi es si es colaboracion o si eres tu el unico autor.

Chido

chukustako

nacho dijo...

La idea original fue de Humphrey pero hubo que recortarla, yo me encargo de afinar algunos detalles: luego verás el desenlace. Gracias por comentar.