lunes, agosto 08, 2005

MONEY CITY
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Llegó cuando me disponía a dormir una siesta en pleno parque público. Serían las dos de la tarde, Mission Bay es una zona exclusiva y popular al mismo tiempo, donde encuentras cuartos de hotel por 60 dólares la noche o condominios y casas asiduos de comodidad y glamour que valen por encima del millón de dólares. Soy de Royal City, dijo, un pueblo cerca de Nueva Orleans y he vivido pendiente del alcohol y haciendo reir a otros. Soltó una carcajada desde lo profundo de su voz oscura y habló sin parar, respirando de forma entrecortada. Soy primo de Frank Tarkenton, he seguido el football desde niño y he asistido a los últimos 10 superbowls, no hay cosa más maravillosa que me haya pasado. Volvió a reir escandalosamente con un filo de contagio que hacía voltear a los transeúntes. Traté de decir que apenas si podía entender lo que me decía con su inglés de cantina y que yo de futbol americano no sabía nada, excepto que los Vikingos de Minesota jamás habían ganado un superbwol y que Joe Montana es una estrella que iluminó San Francisco, pero resultó imposible porque el tipo, que dijo llamarse Sam Tarkenton, apenas si tomaba aliento para mantenerse hablando y hablando. Vengo a esta playa, agregó, porque aquí hay magníficas mujeres y de los hombres... nothing to say.... jajajaja, seguía carcajeándose. Emborraché a una negra y cuando intenté hacérselo me quedé dormido, jajajaja... Dijo muchas cosas más que mi inglés raquítico no alcanzó a ubicar y no podía más que reirme de la forma en que se reía el tipo después de embuchacar cada par de oraciones. Luego se marchó hablando en voz altísima con sus gruesos bigotes rubios atizados de canas y de tabaco, se detuvo junto a un pickup no muy lejos de donde Morfeo y yo nos poníamos de acuerdo, traía una playera negra de palmeras y anclas amarillas y unos pantalones de lino color kaki. Un hombre lo esperaba ahí con una botella verde que a leguas se veía el peor vino que se produce en la Costa Oeste, uno de esos vinos dulzones de dos dólares la botella que producen una borrachera suicida y una cruda del purgatorio. Seguía hablando y riendo sin medida ni clemencia. Morfeo recogió sus cosas y se fue y yo me quedé ahí mirando hacia el otro extremo del parque, donde empieza la arena blanca y el agua oscura de Mission Bay. Quedaban dos cervezas en mi hielera pero los Camel sin filtro habían abandonado ya la cajetilla deforme y sin fuerzas. Esa playa de San Diego es un caleidoscopio de bikinis exiguos, de bicicletas, tablas de surfing y patinetas, de policías negros y salvavidas de los tres sexos. De tipos que han visto pasar su vida atados de la página deportiva, y de visitantes como yo que no entienden cómo puede una ciudad sostener un nivel tan organizado de despilfarro.
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