jueves, febrero 20, 2003


CRÓNICA DE UNA MUERTE INDESEADA

Regresé hoy de encaminar al papá de la socia hasta los dominios de Caronte donde su enorme peso casi hace zozobrar la barquita mitológica. Era grande mi suegro y muy fuerte, seguramente ustedes deben haber probado alguna vez algo del jugo de las toneladas de limón que pizcó en los campos de Arizona por varias décadas. Comprobé que, en ciertas circunstancias, la edad es un inconveniente.

Lo que había anotado aquí hace tres docenas de posts pude corroborarlo: Cuando de verdad se amó al difunto, en las funerarias hay más risas que lágrimas. Uno de mis cuñados saltó todos los obtáculos del asombro al llegar a la capilla del velatorio con una enorme corona en forma de ficha de dominó, confeccionada con rosas blancas y negras (ni idea de cómo pintaron éstas, pero eran como color café El Marino molido); era una auténtica mula de cinco que le daba al viejo la noble ventaja de los diez puntos abriendo su última partida. Yo me quedé sorprendido pensando en que la originalidad no es privativa de los poetas modernos o de los escritores de las regiones más contaminadas y lluviosas del país.

El servicio religioso fue otra gran sorpresa pues, además de que el padre se pulió con un sermón generosamente minimalista, llegaron dos amigos procedentes de Tijuana a cantar la misa. Anoto aquí sus nombres por si se los encuentran por ahí no duden en prestarles para el pesero: José Plazola y Manuel Acosta, uno tenor, el otro barítono, y los dos juntos, un dueto inapreciable que nos hizo sentir que las misas no necesariamente son una penitencia. Entre otras cosas dignas de oídos más castos que los míos, cantaron a dos voces el Panis Angelicus de Franck que conmovió a toda la parentela que excedía las 200 personas. Por su parte, la socia sacó fuerzas de su tristeza y despidió a su papá en la parroquia de la Inmaculada Concepción cantando Ave María de Schubert. Yo estaba batallando para pasar saliva pero veía a la gente feliz por aquel acontecimiento musical inesperado. Enmedio de la emoción pude percatarme que aún está ahí la mismísima pila bautismal donde me convirtieron al cristianismo en mi novecientos y feria, tengo una foto con ese mármol. Se ve que está hecha con mejores materiales que los lavamanos de ahora.

Ya en el panteón, los nietos de mi suegro (que no son menos de 35 -biznietos son 39-), contrataron a una tambora sinaloense que no tuvo empacho en repetir "Te vas ángel mío", "Un puño de tierra" y "El Moro de Cumpas", entre otros grandes éxitos de las tardes felices de Don Francisco García. Ahí, sí, mucho llanto, lágrimas de despedidas para siempre y flores al por mayor. Mi marciano favorito lloraba tan desconsolado como lo permiten sus seis años de existencia y la socia me quebraba el corazón con sus sollozos. Hasta aquí todo era soportable para mí que ya he pasado por estas experiencias en repetidas ocasiones, tantas que en la lista cronológica de familiares por morir ocupo el primer lugar (en serio). Bueno, digo, hasta aquí todo era más o menos soportable, hasta que llegó por la retaguardia la mayor de mis cuñadas para decirme "Queremos que digas unas palabras". Como un flashazo repentino empecé a sentir que el final de los tiempos está cerca y que la Guerra Irak-EU va en serio. No quise decir "trágame tierra" porque ahí estaba la tumba fresca de mi suegro y se veía que había bastante espacio en ella todavía. Pero empecé a arrepentirme de las críticas banales que he hecho a los apuntadores electrónicos en la entrega de los Óscares y a la falta de espontaneidad de los presentadores. Pero no había para donde hacerse. Alguien le dijo a mi familia política que yo "escribo"; no sé de donde sacaron que también "hablo en público".

No podría repetir lo que dije aunque no fue gran cosa. Sólo recuerdo que hablé de la dulce predilección de mi querido suegro por toda variedad imaginable de postres, de su amor por el pókar y el dominó, y de la testaruda afición de hacer valer el principio del Génesis: "Creced y multiplicaos". Don Francisco parecía obstinado en cuestionar toda propaganda de control poblacional. Por ahí se fue el discurso retorcido que fragüé mientras me tronaba los dedos. (Para la otra avisen). Debo confesar que en esto de los nietos yo he ayudado, si bien de forma modesta, a dar cuerpo a las estadísticas que se cuelgan al currículum genealógico de mi segundo padre.

Pasado el trago amargo, y luego de una fastidiosa cola de hora y cuarto para cruzar la frontera a San Luis, Arizona, donde está la casa paterna, la familia se reunió nuevamente para tramar el futuro y aliviar el pasado. Un alud de crónicas y anécdotas, de cervezas y filetes de res, fueron transformándose poco a poco en despedida a medida que caía la noche. Dormimos un poco y hoy (ya es ayer) emprendimos el viaje de regreso. Y aquí estamos, otra vez, con un poco menos de nosotros mismos. Algo de nosotros que quedó allá en el panteón de mi pueblo acompañando a Don Francisco García Méndez. Descanse en paz (paz con minúscula).


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