jueves, enero 01, 2004

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LEONARDO, LOTTO Y DECORACIÓN

Conservo dos reproducciones de obras de Lorenzo Lotto (1480-1556) que estimo mucho. Maestro redescubierto del Renacimiento, dice en estos posters que adquirí en la Galería Nacional de Arte de Washington en febrero del 98 por 29.95 dls.

Dado la belleza de estas copias, y por tener ángeles y vírgenes prácticamente desconocidos como motivo principal, algunas amistades me han rogado que se las obsequie o se las venda. Sistemáticamente me he negado. Reniego en principio de esa tendencia tan en boga en ciertos círculos ingenuos clasemedieros de decorar sus casas con modas pretendidamente renacentistas: reproducciones de Boticellis, Leonardos, Rafaeles y, mayormente, Migueángeles. Repudio estas tendencias por fresonas e ignorantes (amanecí crudo, ni modo). Colocan en sus salas detalles, por ejemplo, de La creación de M. Ángel o de los choteados ángelitos de alitas tricolores de Rafael, por el mero hecho de que "son la moda". Guau. Detesto este snobismo angélico de segunda, casi tanto como las empalagosas decoraciones caseras estilo Luis XV que abundan por aquí.

Es notorio que Lotto aprendió el abc de la escuela florentina, el manejo de los tonos pastel contrasta magistralmente con su utilización de colores básicos. Contornos finamente delimitados, difuminaciones precisas y una hábil destreza para embonar proporciones humanas sobresalen en sus óleos (los frescos sólo los conozco en fotografía). Podemos agregar un dominio aceptable de la perspectiva del color manifiesta en los paisajes que apenas aparecen en el horizonte de sus obras que hacen recordar a Leonardo.

Pero en la pintura renacentista y aún la barroca, hay un rasgo característico que separa al buen pintor del genio: su capacidad para representar la expresión humana. El retratista genial sabe que un rostro no es la suma de ojos, nariz, boca, pómulos, etcétera; sabe que la representación propiamente humana radica en la captura del gesto, en la intermediedad de la expresión. Ahí es donde resbala Lotto. Sus ángeles y vírgenes guardan relación entre sí por sus posturas anatómicas, pero sus ojos carecen de vida, son estatuas cuyas expresiones se manifiestan desvinculadas entre sí. Ojos fríos, miradas perdidas. Están ahí, prendidas de un hálito ajeno. Rafael, Romano y el propio Miguel Ángel, nunca pudieron superar al viejo de Vinci en esta materia.

Lo que ocurre es que Leonardo era todo lo contrario a lo que identificamos como "especialista". Más bien, era un antiespecialista. Su visión del mundo era la encarnación del ideal socrático del individuo, atento a todo género de descubrimiento y noción. La idiotez del "especialismo" es una enfermedad vetusta que el barroco institucionalizó y que el eficientismo británico-estadounidense nos vende ahora envuelta para regalo. Empirismo, maestría, doctorado. Guau. Docta imbecilidad. "Disculpa, yo no entiendo a Beethoven... soy contador".

Desde que Leonardo estableció el estudio de los tres cuerpos, elemento geométrico nodal de sus investigaciones sobre perspectiva y dinámica, puso de manifiesto que la pintura de su época no podía ser romántica, azarosa. Más allá, Leonardo no se consideraba "pintor" en el sentido corriente del término. La pintura para él era una extensión del conocimiento. Por eso incursionaba en la escultura, en el estudio de la música, en la noción de estrategia y defensa militar, y en otras áreas de las que nosotros apenas podemos imaginarnos. Pero son materias relativamente fáciles si hay algo de atrevimiento intelectual de por medio. Un niño de primaria puede entender el principio de la perspectiva, los fundamentos de la mecánica o el abc de la polifonía clásica. En realidad son cosas fáciles. Las sobrevalora un mundo idiota.

Observo La virgen de la rocas de Leonardo, las comparo con la serie de Las mujeres de Argel de Picasso y no aguanto la risa.

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