sábado, noviembre 05, 2005

TRANSDIARIO

___Cuando hice el servicio militar no había guerra en el país, no había rifles en el cuartel y ni siquiera había algo que pudiera llamarse un proyecto de entrenamiento. Nuestras prácticas se limitaban a hacer ejercicios físicos extenuantes bajo las órdenes de un capitán empeñado en demostrar que era superior a los reclutas que estábamos ahí y a todos los que vinieran en el futuro. No tengo nada contra los bajitos, pero el capitán era chaparrito y que aceptáramos su superioridad era algo así como el objetivo supremo de aquellas sesiones sabatinas. Sería injusto no recordar que el resto de nuestras actividades se dividía entre podar árboles, limpiar jardines públicos y hacer reparaciones a las cercas y techos de las escuelas de gobierno. Tareas fundamentales pues. Pude liberarme de esas ríspidas tareas gracias a mis habilidades como dibujante que, sin ser extraordinarias, superaban con creces las exigencias pictóricas del taller de señalización del cuartel.

___A regañadientes, el capitán hubo de retirarme de la escoba y el machete. Desde un antes, este oficialillo me cargaba la mano, sospecho que desde la vez en que preguntó a los reclutas, muy al principio, después de habernos puesto a hacer cincuenta lagartijas y no sé cuántas sentadillas, qué sueldo percibíamos aquellos que no éramos estudiantes. Aunque era falso, yo respondí que ganaba veinte mil pesos, una suma respetable por aquel entonces y por supuesto muy por encima del sueldo potencial del capitán: “Pero tenemos muy buenas prestaciones”, dijo defendiéndose sin poder disimular las molestias que le provocaba el diálogo que desató y que no deseaba continuar. A leguas se veía que el oficial a duras penas ganaba para sostener a su familia y echar gasolina al Nissan viejo que tenía.

___De alguna manera, el capitán tenía metido en su cabeza de piedra que a los reclutas hay que “tratarlos mal” con el mayéutico objetivo de “para que aprendan”. Así era la cosa. Aunque en teoría, para él la cuestión de la guerra era indudablemente algo muy serio, resultaba fácil deducir que la experiencia militar del capitán no rebasaba los combates con terrones en el barrio, los pleitos a mano limpia en una secundaria oficial, o la poda de plantas de mariguana en algún lugar de la sierra.

___Un día, el capitán llegó muy emocionado con cinco rifles que parecían sacados del museo de la Revolución. “Los trajeron de la Jefatura de Zona”, decía como si se refiriera al Pentágono. Mi experiencia infantil en la tienda del abuelo, reparando y rearmando licuadoras, molinos de café y máquinas registradoras me indicaba que desarmar y volver a armar aquellos pesados armatostes no requería más sabiduría que la necesaria para pelar elotes o bañar perros. Además, los gastados rifles del capitán en nada se parecían al modesto rifle calibre .22 especial de mi padre, capaz de disparar 15 tiros con una sola carga; menos aún podía comparar aquellos vejestorios con armas letales y sofisticadas como las que había visto la serie Viaje a las estrellas.

___No me sentía a gusto ahí y, de cualquier forma, estaba escrito que iría a parar al taller donde se confeccionaban las señales que utiliza el ejército en sus programas de asistencia, rescate y vigilancia. El taller contaba con un ventilador que hacía más llevadera la estación veraniega que en mi ciudad se sentía como un baño sauna. Una semana después de esto que consideré una especie de ascenso, puse en práctica un principio que muchos niños y adolescentes podrían observar si siguieran con cuidado al personaje de Tom Sawyer del estadounidense Mark Twain, principio que consiste en poner a los demás a hacer cosas de forma que parezca que uno es quien las hace. Llegué al taller con una lámina recortada con el escudo del regimiento de infantería al que pertenecíamos y un bote de pintura negra en aerosol. En lo que el resto hacía una, yo fácilmente hice cerca de veinte banderas y hubiera podido hacer más de no ser porque el bote de pintura se agotó. El sargento me dijo que si por qué mejor no me ponía a hacer más láminas. Le dije que con gusto podría conseguir láminas si me concedía el día franco, a lo que accedió.

___Voy a ahorrar palabras porque a estas alturas corro el riesgo de perder lectores del talante de mi colega Manuel Lomelí. Un par de semanas después, me encontraba en la oficina del teniente coronel, comandante de las operaciones del cuartel. Recuerdo que jugábamos ajedrez por horas mientras el resto recortaba láminas con diversas figuras y pintaba decenas de banderas. El teniente coronel estaba sorprendido de la fortaleza imbatible que tenía mi defensa india de rey cuando me tocaba jugar con las negras, así como de la variante Spassky en la apertura danesa que yo conocía gracias a un libro de táctica que compré en diez pesos en una librería de viejo cerca del Zócalo. En honor a la verdad debo decir que el teniente coronel no era mal ajedrecista pero carecía del sexto sentido que exige ese deporte. De cualquier manera, acudir a aquellas lecciones informales me apartaba de labores ingratas y, especialmente, de los castigos que el capitán solía imponer por no traer el pelo recortado, por llevar arrugado el uniforme o por cualquier otra estupidez que, pensaba yo, de nada serviría en caso de invasión extranjera o de precipitarse, en el peor de los casos, una nueva guerra mundial.

___A veces llegaba el capitán a la oficina del teniente coronel para rendir el parte de operaciones del día, que no era más que pormenorizar el número de palmeras que los reclutas habían podado, las escuelas que se habían visitado, los cubos de basura que habían llenado y cosas por el estilo, cuyo grado de importancia yo ubicaba en una escala menor que robar dátiles en el mercado o comer palomitas en el cine. En nuestro tablero habíamos puesto en marcha complicadas estrategias y protagonizado escaramuzas militares de un interés sobradamente mayor que aquellas que el capitán todavía se daba el lujo de exagerar. No se me olvida la parsimonia y el protocolo del capitán al llegar al despacho del comandante: empapado de sudor y enfundado en su empolvado uniforme verde tocaba la puerta y al escuchar lo que seguramente él consideraba una contraseña secreta, que no era sino un simple “adelante” por boca del teniente, entraba, fijaba su vista en algún punto de fuga intangible de la habitación, golpeaba sus talones con vigor y saludaba marcialmente, algo así como saluda Tom Cruise, si mal no recuerdo, en Código de honor. El teniente se ponía de pie y saludaba de igual forma, aunque se ahorraba el golpe de talón. Yo sentía que simplemente le seguía la corriente porque, estando a punto de ponerme de pie ante aquel desplante salutatorio, el teniente coronel me hacía un gesto apenas visible para que siguiera sentado, no fuera a ser que aquella faramalla fuera a desconcentrarme y echara a perder la lección sobre el manejo de torre y peón en un final apretado o el arte de combinar alfiles y caballos en el medio juego.

___A los ojos del capitán, yo, un simple recluta sin mayores aspiraciones castrenses que conseguir la cartilla de liberación, estaba tomándome atribuciones que no hubiera imaginado (ni él, ni yo), sentado ahí, compartiendo solazadamente con su superior. Sencillamente me tomó ojeriza.

___Llegó el día de la liberación de los conscriptos. Era domingo y hacía un calor de la chingada. Nos formaron en el patio de la bandera, luego de los honores de rigor y del discurso del general de brigada y comandante de la zona militar, hicimos un juramento que íbamos leyendo en un cartoncito que guardábamos ex profeso, era como ir repitiendo un padrenuestro. Junto al general se encontraban otros oficiales, entre ellos el teniente coronel que, mal que bien, había aprendido algunos secretos del ajedrez, si bien jamás pudo tejer celadas que involucraran más de seis jugadas. Uno por uno, y manteniendo el tono de voz que lo hacía sentirse una reencarnación del mismísimo dios Marte, el capitán fue llamando por micrófono a los 132 conscriptos a recoger el documento que todos esperábamos con ansiedad. Casualmente faltó el mío. La ceremonia llegaba a su fin: banda de guerra, saludo a la bandera, entonación del himno nacional y el bendito “¡rompan filas!” Volaron las gorras por el aire y la mayoría salía para no volver a pararse por ahí el resto de sus días. No era mi caso, porque el capitán puso cara de pendejo cuando le reclamé que faltaba mi cartilla. “Habla con mi teniente coronel, a ver que se puede hacer”. Sabía que aquello no podía ser otra cosa sino una mala jugada del hombrecillo. ¿Cómo escapar del furtivo castigo final que tenía preparado el capitán?

___Luego de dos semanas de trámites y con la complicidad del teniente coronel, viajé al puerto de Ensenada, sede de la jefatura de zona, para conseguir finalmente un original de mi cartilla militar, en lo que no alcanzo a definir de otro modo sino como un olímpico empate con el capitán.

___Echando un vistazo al tobogán del tiempo, creo que mi mayor contribución al ejército nacional fue haber conseguido que el teniente coronel tirara a la basura su horrible ajedrez de artesanía y lo cambiara por uno de plástico de tamaño oficial; desde nuestro primer encuentro lo disuadí de que el juego merece alguna formalidad.

4 comentarios:

Manuel Lomeli dijo...

Hay veces donde la longitud del texto se perdona...

Esta anécdota es una de tantas...

Saludos, maese.

omegar dijo...

Hey Humph!

Yo también hice mi servicio militar... te voy a copiar, un poco, porque me divertí mucho leyendo tu recuento.

Saludos.

ESTEBAN DOMINGUEZ (ATP EN COORDINACIÓN ACADÉMICA DE SECUNDARIA) dijo...

Cómo tienes verbo, mi compa. Es un texto que atrapa. yo no tuve que marchar, pero cuando vine a Hermosillo a buscar mi cartilla (Había perdido la precartilla en un camión del DF)me pegaron una cagada los soldados, que aún se las recuerdo a los cabrones.

Roberto Iza Valdés dijo...
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