martes, mayo 06, 2003


LA OPERA ES UN ENTE PELIGROSO

No me pregunten cómo me aficioné a la ópera, no tengo una respuesta terminal. Comencé escuchando pequeños refrigerios de Bach y de Albignioni; los concierto de Brandenburgo, adagios, cosas barrocas así. Las cuatro estaciones de Vivaldi eran para mí algo que debía estar en el hit parade de todos los tiempos, je. Yo regresaba de un sinuoso camino de rock de los sesensetentas. Me había detenido en los experimentos de Neil Young (Heart of Gold, Are you ready for the country?, etc.), pero lo que más había movido mi sensibilidad musical (¿existe eso?) fueron las interpretaciones del supergrupo Crosby, Stills, Nash & Young. Los venía siguiendo desde Woodstock (en esa época yo todavía era nieto), cuando, enmedio de mucha basurita que se tocó ahí (including el arreglo pesado del himno nacional gringo que interpretó Jimi Hendrix), cantaron Wooden Ships. Los supergrupos, recuérdenlo o sépanlo, eran reuniones de ocasión de titanes rockeros que brillaban con luz propia; juntos se ponían a hacer remixes de sus canciones hiteras sólo que éstos las arreglaban para cantarlas a cuatro voces; armaban un LP (eso había entonces) y zas: éxito obligado.

Bien, por esa época, Herman Hesse, F. Nietsche, M. Gorki y varios etcéteras eran lecturas obligadas después de indigestarnos con Marx, Luxemburgo, Lenin y otros gladiadores anticapitalistas. No recomiendo, por ejemplo, que lean ahora La Ideología Alemana de C. Marx, correrían el riesgo de morder un anzuelo peligroso.

Okey. Voltéen hacia arriba. ¿Qué tenemos?: Rock y marxismo. ¿Curioso, no? Los "pesados" no creíamos en Silvio Rodríguez ni el Pablo Milanés, mocosos de aquellos tiempos (ellos y nosotros), si acaso J. M. Serrat, una voz semi-anarquista que recuperaba a Machado y a M. Hernández, voces de "la otra España, la que huele a caña, tabaco" y mierda. Je. Sólo nos gustaba lo grueso. J. Morrison enseñando que los espermatozoides pueden salir al escenario. Hasta las groupies se emocionaban. (Guau, qué hombre).

Pero aquello no tenía gran futuro. Participar, quizá, en la vida política de izquierda y comprobar que, finalmente, había que seguir las reglas de la reforma política, bajar el volumen y ser niños buenos que se comportan. (Así hasta resulta posible llegar a la cámara de diputados). Y, claro, tener una colección de música de los sesensetentas como telaraña nostálgica de una época feliz.

Ahora pueden preguntar por qué me aficioné a la ópera, de todas formas no les responderé.

Cambié de canal. Leí a Poe, a Schiller, a Platón y a otros que no viene al caso enumerar. Por entonces ya escuchaba a Mozart y a Verdi. Un buen día de esos fuí a Bellas Artes y vi Fidelio, la única ópera de Beethoven y salí transtornado. Una mujer se disfraza de hombre para poder conseguir empleo en la prisión donde está su esposo recluído. Logra entrar y se enfrenta al hecho de que el dueño de la prisión ha tenido a su marido en la mazmorra más envilecida de todas sufriendo vejaciones y hambre. Logra verlo y no lo reconoce de tan escuálido. Lo peor, el malo prepara el asesinato de éste. Ella/él, en el momento climático, saca un arma de entre sus ropas y evita el desenlace fatal. Al mismo tiempo, las fuerzas liberadoras toman control del imperio (se asume que son fuerzas republicanas) y el alcaide, lacayo de la tiranía, ve desmoronarse su poder y apaciguarse su venganza. Libertad para todos los presos políticos del régimen. Ese es el tema, en serio.

Ya. Beethoven no hizo otra ópera. Dejó a la mujer como heroína de su música y dió por concluída su misión operística. Me lamentaba de no saber alemán y me conformaba con las malas traducciones de los guiones.

Animado por esa emoción diferente, ví luego otras óperas: unas, dramas terribles (Otelo, Luisa Miller, Nabuco); otras, comiquísimos enredos al más puro estilo de Lope de Vega (El barbero de Sevilla, Elixir de Amor). Aquí me lamentaba de no saber italiano. ("Bueno, Humphrey, ¿entonces que carajo idioma sabes?" -¡Ninguno, ninguno, no me perturbes-!). Luego me dio por querer cantar ópera. Y, lo extraño del caso es que ¡logré hacerlo! y, como dice H. Yépez al hablar del tabú de escribir, cualquiera puede hacerlo ¡"hasta yo"!

Ven. Después ya no pude deshacerme de esa afición.

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