domingo, mayo 25, 2003


SIEMPRE EN DOMINGO II

Ayer, a pesar de que mi equipo veterano de futbol (futvet) ganó, yo no jugué. Mejor sería decir: mi equipo veterano de futbol (vetbol) ganó ayer quizá porque yo no jugué. Honestamente no deseo creer que fue por eso que ganamos, pero de cualquier forma la primera oración está mal hecha (enunciado le dicen ahora). Sí, porque pareciera que es condición necesaria que el equipo esté a punto de concretar una victoria para que yo pueda entrar a jugar. Pero no es así. Tampoco es condición necesaria que esté tratando de corregir las anomalías de este texto sobre la marcha para poner sacar a pasear mi capacidad de autocorrección de estilo, pero, siendo domingo, no habría razón para no darme el lujo de sacar a pasear algo. No tiene sentido, digo, porque es un tema aburrido. A la gente no le gusta leer vericuetos sosos de temas ociosos. A los lectores les gusta la acción. Por ejemplo, que platicara aquí sobre el desgarre muscular que sufrí jugando hace un mes en la parte anterior del muslo derecho, lo que seguramente me obligará a retirarme de jugar para siempre. En ese caso quizá ya no disfrutaré tanto las victorias quedándome hasta darles mate a dos cartones de caguamas con las que acostumbramos festejar los rucos después de ganar. Esto afectará también mis ánimos para andar corrigiendo mis reseñas de los partidos. Todo indica que las consecuencias del desgarre muscular sobre el que no deseo hablar se multiplican como por arte de magia.
Veamos las premisas falsas en esto. "Retirarme de jugar para siempre", que frasecita, ¿no? En su ingenuidad disimula la hipótesis, desde luego falsa, de que yo iba a poder jugar "para siempre", lo que implica que el retiro tiene una implicación temporal análoga.
"Ya no disfrutaré tanto", implica que disfruto mucho las victorias de un equipo de la liga más olvidada de todas las que participan en esta ciudad: la de superveteranos, jugadores de más de 40 años que imaginan cuando juegan que se meten a una máquina del tiempo y retroceden 20 o 30 años; y supone que, a pesar de mi inhabilitación, podré continuar "disfrutando" en alguna medida. Todo es falso. A esa edad lo que se disfruta no es el juego en sí, sino la remembranza nostálgica de un tiempo que ya no es, pero que se pretende recusitar a costa de ilusiones.

Dichas estas referencias del autor, les contaré ("les contaré", jajaja) un cuento que pide a gritos ser corregido y disminuído. Si no les gusta, ni modo, ya nada se podrá hacer una vez publicado.

LA SOBERBIA DE LOS PATOS

La providencia obra de muy diversas maneras. Una de sus vocaciones favoritas es la de dar lecciones a la soberbia de los hombres. Ese defecto deplorable arruina por igual al miserable que al pudiente, al varón que a la mujer y, sin distinción de raza, edad o nacionalidad, acosa con desmedida furia al carácter que, por debilidad, suele sucumbir ante la tentación e su influjo haciéndole padecer las consecuencias.

Cuando la soberbia es hija del poder o de la riqueza hasta cierto punto se justifica su injuriosa presencia porque buscamos encontrar un justificante a su arrogancia.
Sin embargo, en pocas ocasiones puede causar tanto mal como en aquellas en que le motivan la ignorancia o el halago desaforado. No por nada se considera a la soberbia madre de todas las faltas de la humanidad, el resquicio por donde metió la cola el diablo, el resguardo de los insensatos.

Dejando de lado este rodeo que, por lo demás, no nos aleja del relato que nos aguarda, es oportuno entrar en materia advirtiendo al lector de dos peligros potenciales de nuestra historia.
El primero, que se esperara de lo aquí narrado una enseñanza moral, lo que sin duda no llegará, en virtud de la corta visión del narrador. El segundo, que se pensara sacar algún provecho para el simple entretenimiento o diversión, lo que tampoco ocurrirá dado la solemnidad del relato.
Librado este preámbulo necesario, a fin de evitar desencantos o decepciones ulteriores, procedo no sin antes reiterar lo impredecible que suele ser la providencia.

Los magníficos campos de Inglaterra cuentan entre sus muchas bellezas la de ser depositaria de la más elevada variedad de aves, no hay otra igual en el planeta.
Cazadores por instinto milenario, los habitantes de esta isla persiguieron a la zorra y al ciervo desde los tiempos en que los troncos genealógicos de los bretones levantaron dólmenes y menhires hasta el auge legendario de la corte del rey Arturo; desde la ocupación normanda hasta los enredos de la realeza de Buckingham en el siglo XX. En el arte de la cetrería hubieron nobles que forjaron historias fantásticas con sus dotes, superando con mucho en ese entretenimiento a las que dieran fama a los árabes. La relación de los nativos con las aves es, pues, milenaria.
Pues bien, ocurrió en medio de las dos guerras mundiales, que un noble de segundo rango, haciéndose acompañar por su sirviente preferido, se internó en el bosque de Ingerwood, famoso por sus lagunas, a fin de cazar algunos patos de los que por ahí abundan durante breves temporadas en el verano, estación en la que estas y otras especies migratorias regresan del invierno mediterráneo.

El sirviente había ganado la confianza absoluta de su noble patrón gracias a la sistemática y reiterativa disposición a adular todo éste hacía o decía. La mas obvia estupidez del noble era mitificada por el adulador que la transformaba lo mismo en hazaña que en elegante ocurrencia. Los deslices lingüísticos y la ausencia de sentido común en las opiniones del de sangre azul eran, a los oídos de su perro guardián, excentricidades propias de su nobilísima estatura que había que festejar.
Tal era, pues, el caso de esta pareja que se atrevía a abandonar los espaciosos fueros de su real mansión sin advertir el peligro inherente a la idiotez simbiótica que les unía.
Ya en el bosque, cuando los primeros rayos del sol se estiraban para salir de su modorra, amo y sirviente, con botas de caucho hasta la ingle –en este caso ingle inglesa-, se aventuraron en las aguas cenagosas de una laguna en total quietud.
Una escopeta de dos cañones de origen germano, con culata de ébano, reclamaba acción. Bajo las descoloridas manos del noble, el arma evocaba un amenazante preludio.
El sirviente, ávido de elogiar al noble, empezó a halagar, sin parar, la estampa de cazador de su patrono.
-Baja la voz o ahuyentarás a los patos- ordenó quedamente nuestro sir.

La súplica fue inútil. El servil individuo, entusiasmado por la experiencia campestre que compartía con el noble, continuó disparando adjetivos y piropos a granel. El noble, al ver pasar los minutos sin divisar ningún pato, comenzó a entrar en calculada desesperación, estado de ánimo por lo común ausente en sus paisanos. Sin dilación, el momento fue aprovechado por el criado para tomar vuelo nuevamente y llenar a su fuente de inspiración con los más rebuscados elogios. Ensimismados, uno en halagar, y el otro en ser halagado, estos personajes no se percataron de que una enorme parvada de los ansiados plumíferos se aproximaba a la laguna en dirección de sus espaldas.
La parvada empezó a descender y al acercarse al charco en rumbo exacto donde los noveles cazadores daban rienda suelta a su singular estilo de convivencia, ya desentendidos de toda realidad.

Por razones que desconozco, pues jamás ha sido de mi interés el estudio del aparato digestivo de ser vivo alguno y entiendo que sólo lo es de ciertos especialistas, las aves que nos ocupan suelen evacuar antes de acuatizar, quizá pendientes de deshacerse de cargas innecesarias que complicaren un futuro despegue.

Y ocurrió lo que es plausible imaginar en casos tan singulares como éste. La parvada hizo lo suyo con exactitud meridiana. Para colmo de mala suerte, los palmípedos fueron entrando en rigurosa línea recta, justo por encima de nuestros desafortunados cazadores que, en su desconcierto colosal, volvieron sus rostros al cielo al presentir la alada presencia.
Aquella necesidad vital que las aves hicieron valer en su costumbre ancestral halló a unas víctimas ingenuas, incapaces de responder a la inusitada e imprevista agresión fecal que vino a echar por tierra todo el edificio de halagos y piropos previo. Bombardeados por la lluvia fétida del volátil guano, el imperturbable sir soltó la escopeta preciosa en la fangosa laguna y seguido por el criado salió tan pronto como lo permitió el ataque aéreo.

Buscando quizá reponerse de la inusitada impresión, el incorregible criado tuvo ocurrencia de señalar que el producto de las aves tenía un color que combinaba perfectamente con los colores de la camisa de franela del noble.
El noble volteó a la laguna, vió un número considerable de patos flotando, giró su rostro y contemplando la cabeza batida de su fiel seguidor le respondió con solemne seriedad:
-Sabes, Charles, tú tampoco desentonas con esta mierda-.
Luego emprendieron el camino de regreso y no hablaron hasta llegar a la mansión. (FIN).

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