jueves, mayo 15, 2003
UN CUENTEJO
He dicho en otras ocasiones que mis textos pueden ser un excelente sonmífero; este no es la excepción. Conste que lo advertí.
EL RETRATO ORGÁNICO
Hace algunos años trabajé en una oficina contigua a una sede de Alcohólicos Anónimos. El patrocinador de la oficina de Alcohólicos era un abogado. Aquel abogado, no obstante, era honrado y había en él algo de filantropía. Entre otras cosas, coordinaba la oficina contigua de los AA.
Luego de mucha insistencia, un día, el abogado me convenció de asistir a una reunión de alcohólicos en recuperación. De esa reunión aún no me recupero.
Un grupo de unas veinte personas de ambos sexos, la mayoría jóvenes y maduros caballeros, conversaban antes de declararse en sesión. El humo de los cigarrillos inundaba la habitación. Tras breves palabras de bienvenida del patrocinador, mi anfitrión, varios individuos levantaron su mano en señal de que deseaban dirigirse a la concurrencia. Sus nombres fueron anotados en un pizarrón. No presté atención a los nombres.
Sobre un podio colocado ex profeso, habló primero un sujeto educado, bien vestido y escrupulosamente rasurado. Habló de las bondades que acarrea la sobriedad, especialmente después de haber recorrido los túneles oscuros de la embriaguez, sufrido los más complicados martirios estomacales, y alucinado mundos terribles en horas de posesión etílica. Repasó uno a uno los siete pecados capitales, enumeró una lista inagotable de culpas y proclamó la expiación del pasado por virtud de la regeneración.
Hubo nutridos aplausos.
Lo que ocurrió a continuación, amable lector, es algo que no alcanzo aún a comprender cabalmente. Las imágenes que vi aquella tarde en la oficina contigua me acompañan de forma permanente y por más distracciones que busco, vuelven a mí como un sueño repetitivo y espantoso.
Aún seguía con la mirada al tipo bien vestido que acababa de marearnos con su charla cuando se escuchó una voz potente pero enfermiza desde el estrado. Volteé a mirar al de la voz y casi caigo sobre mis espaldas. ¡Era un hígado! ¡Un hígado enorme parapetado detrás del podio con sus manecitas verdosas y gelatinosas recargadas sobre la superficie del mueble como si fuesen caprichosas terminaciones nerviosas. Nadie parecía inmutarse, excepto yo que ni siquiera podía fijar la vista en aquellos ojos plomizos que parpadeaban sobre la masa informe y sanguínea. Su boca desdentada parecía tragarse las palabras pero su voz resonaba con fuerza en las paredes de la habitación.
Tuve la tentación de salir corriendo, de huir del lugar, pero no pude. Mi humanidad parecía adherirse compulsivamente a la silla metálica donde me encontraba. Traté de ponerme de pie, pero fue inútil. Intentaba voltear a ver a la gente pero había perdido la movilidad de mi cuello. Conforme pasaban los segundos, parecía como si algo o alguien hubiera congelado mi humanidad, en posición de ver únicamente al hígado espantoso sobre el podio.
No pude zafarme de aquel influjo nefasto. Tras intentar infructuosamente abandonar aquella visión, no tuve más opción que permanecer y escuchar a aquel desproporcionado órgano humano. Debajo del hígado espantoso escurría un líquido sanguinoliento que se extendía como una humedad premonitoria sobre la alfombra azul llena de cicatrices de cigarrillos.
Cuando empecé a escribir esta historia pasó por mi cabeza la idea de evitarla, pero recordaba como un martillazo la insistencia del abogado de que mi relato se apegara a los pormenores de aquel episodio; por un momento pensé en inventar una historia amable y suavizar la escena que atestigüé aquella noche, pero la sola idea de mentir sobre el asunto me hacía recordar la advertencia del abogado del peligro que corría mi recuperación.
Los hígados despiden un aroma muy penetrante. El del podio habla pausadamente, su voz quebrada asoma un espasmo agónico; titubea al iniciar su intervención recordando una infancia envidiable coloreada de concordia familiar y desahogo. Nada había de singular en el repaso generacional de el Hígado, al que ahora nos referiremos con mayúscula. Como cualquiera, narraba, llevó una vida sosegada hasta concluir sus estudios profesionales y colocarse como ejecutivo de publicidad en una novedosa marca de artículos deportivos. Antes de cumplir 25 años, el Hígado había contraído nupcias con una mujer alegre de origen guatemalteco. En unos cuantos años, la pareja se convirtió en una familia de cinco y todo parecía sonreírles.
Todo, excepto la noche que cambiaría la historia de aquella familia. Cuando el Hígado comenzó a relatar los sucesos de esa noche hizo una pausa, tomó un pañuelo y enjugó las lágrimas lechosas que se acunaban en sus ojos saltones y grises. Entusiasmado por la lectura fantástica y una botella de vino tinto, aquel órgano vital había estado entretenido con un libro de Julio Verne. Fue después de la medianoche cuando el sueño y el sopor del tinto le vencieron dejándolo recostado sobre el sofá de su estudio.
En este punto de su relato, el Hígado tomó aire, vaciló unos segundos y prosiguió. Como dije antes, mi cuerpo mantenía una rigidez metálica y no podía hacer sino aceptar aquella condición.
Su voz era un terrible lamento, una declaración de culpabilidad que parecía dirigida a mortificar nuestras conciencias, algunas personas abandonaban la sala, pero yo permanecía condenado a escuchar.
No voy a detenerme en los detalles. Aquella noche dos tipos entraron subrepticiamente a la casa y, pensando que estaban solas, violaron a su mujer y a su hija luego de sofocarlas con cloroformo. Robaron joyas y dinero y salieron por la puerta principal al amparo de la oscuridad. El Hígado se percató de todo. Temeroso de ser descubierto, permaneció inmóvil entre dos libreros de la estancia y pasó desapercibido. Sólo hasta estar seguro de que los intrusos se habían marchado, pudo sobreponerse y auxiliar a su familia.
A partir de aquella de esa noche, el Hígado se sumió en una completa depresión. Reforzada su afición por la bebida, pronto dejó de tener voluntad sobre sus actos y bebía con compulsión; el resto de la historia fue un lamento toda, ustedes pueden imaginarla, yo por mi parte no podría narrarla ahora.
Cuando el Hígado terminó de hablar, los asistentes se pusieron de pie para aplaudir en un afán solidario. Yo continuaba inmóvil aún cuando sentí que alguien me abrazó por la espalda. Era el abogado. Quiero que sepas que yo te entiendo, me dijo. Pude al fin levantarme y con mi garganta saturada de una extraña emoción abracé a mi amigo.
Fue en ese momento cuando sentí el más electrizante escalofrío que alguien puede padecer. Recargué mi cabeza sobre su hombro y al momento de abrazarlo noté que mis extremidades eran unas terminaciones acuosas y blandengues. Levanté la vista y pude ver mi rostro gelatinoso reflejado en el cristal de la ventana. Aquí empieza mi historia. FIN.
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