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MANUSCRITO QUE AÚN NADIE HA ENCONTRADO
La visita fue inesperada. Mi hermano me pidió acompañarlo, prometió que nos desocuparíamos pronto. Apenas regresaba de realizar mi rutina en bicicleta por el parque; subí a su auto. Sentía calor a pesar del frío matutino y mis tenis estaban llenos de lodo. Charlamos trivialidades hasta llegar a aquel sitio donde vería al abogado. Desde la caseta de vigilancia el guardia activó la enorme puerta metálica, daba la impresión de que nos esperaba. Entramos siguiendo dos filas de mezquites a la orilla de la vereda de piedra blanca hasta llegar a la entrada de un chalet de proporciones exageradas. Nos recibió un sirviente que nos condujo por una escalera en un costado de la residencia. Piso de mármol y jardineras y macetas de cantera rosa sobresalen en nuestro breve recorrido. Contrastan con la construcción hecha mayormente de madera; magnolias y azucenas compiten por el espacio y un tupido césped cuidadosamente recortado lo rodea todo. Al fondo del patio se observa un jardín de aspecto enimático, una pareja de pavorreales permanece inmóvil ahí. En el segundo piso llegamos a un vestíbulo enorme en cuyo centro se encuentra una sala de madera clara sobre un displiscente tapete blanco. Se nos pidió esperar. Apenas tomamos asiento, un rugido terrible nos sobresaltó. Al lado derecho del vestíbulo, acaso a diez metros de nosotros, se erguía una extraña jaula circular; se balanceaba lentamente como una rueda de la fortuna a punto de detenerse. Dentro de la jaula, que simulaba uno de esos artefactos giratorios donde se confina a los hamsters, un enorme felino pardo nos observaba fijamente. Aún no salíamos de nuestro asombro cuando escuchamos la delicada voz del abogado: "Es un puma, una hembra". El animal parecía seguirlo olfateando el ambiente. Se acercó a la jaula plateada y sacó de una especie de carcaj que llevaba colgado al hombro, una enorme pluma negra, un negro brillante que sólo he visto en los cuervos del norte. Luego frotó con la pluma una pata del puma y éste se echó complacido. "Le gustan la caricias, como a todos, cómo están caballeros", dijo. Se acercó a nosotros, guardó la pluma y nos tendió la mano. Mi hermano nos presentó e intercambiamos algunos comentarios hilarantes sobre las mascotas. Luego pasó su mano por el hombro de mi hermano y lo condujo suavemente a su oficina. Cuando cerraron la puerta, el puma volvió a ponerse de pie y clavó en mí su mirada, como si estuviese asechando. Mi asombro pronto se comenzó a transformar en temor. Lentamente volví a mi asiento y comencé a observar en derredor. Desde la posición en que me encontraba podía ver a través de un enorme ventanal la puerta metálica y la caseta de vigilancia. El puma seguía mirándome sin parpadear. En ese momento la puerta metálica se abrió dando paso a un auto negro y, detrás de él, un camión con una caja de carga blanca.
Un par de minutos después entró al vestíbulo el sirviente. El puma bajó la cabeza pero seguía mirándome. El sirviente, impecablemente vestido, se veía preocupado. Al verme hizo un gesto de contrariedad, dio media vuelta y regresó. Escuché una voces sin entender lo que decían. El camión apagó su marcha. El puma había vuelto a su posición de asecho inminente y mi corazón latía apresuradamente. Observé mi reloj y veía la marcha de los segundos más lenta que de costumbre, de hecho sentía que el reloj se detenía. Habían pasado veinte minutos desde que llegamos al lugar. El puma había cambiado de posición, la jaula se balanceaba pero aquellos ojos seguían detenidos sobre mí.
El imperceptible ruido del picaporte despertó un nuevo rugido del felino. Salió el abogado, sacó del estuche la pluma y frotó la pata otra vez, haciendo que el enorme gato se echara de nuevo, pasó la pluma por su frente y el animal cerró los ojos. "Es inofensivo", dijo y se encaminó hacia la sala. Me levanté del asiento y traté de sonreir sin poder responder nada. "Adolfo está haciendo una llamada muy importante, dijo, y creo que será mejor que te marches, vamos a estar trabajando un buen rato y no es justo que desperdicies aquí tu domingo". Debió haber previsto mi confusión cuando trató de tranquilizarme: "No te preocupes, una persona te llevará a tu casa, por favor no quiero que le cuentes a nadie sobre este animalito", dijo señalando con un gesto hacia la jaula. Fue entonces que me percaté de su larga cabellera, una cabellera disfrazada por la coleta que caía sobre su espalda. El abogado me tomó del brazo con un calculado gesto gentil y me condujo a la salida del vestíbulo, cortando de tajo mi intención de despedirme de mi hermano. "Ya nos veremos después", dijo sonriendo mecánicamente. Abajo, el conductor del auto negro me esperaba. Era un Buick antiguo, largo y ostentoso, un auto de colección impecablemente pulido, quizá de 1958.
Estaba nervioso y hacía esfuerzos por explicarme qué sucedía. El chofer llevaba la misma vestimenta del sirviente, hizo una maniobra con el auto y pasó por un lado del camión de carga rumbo a la entrada. Volteé hacia el camión y alcancé a ver a dos tipos que bajaron inmediatamente después de que pasamos. La puerta metálica se abrió sincronizadamente y salimos de ahí.
Al día siguiente, Adriana llamó por teléfono alarmada porque mi hermano no había llegado a casa. Quería suponer que se había ido de juerga. De momento, decidí no comentar nada sobre la visita a la residencia. Mentí, calculando que en el transcurso del día sabríamos de él. Pero no fue así. Forzadamente dije que el domingo nos habíamos visto pero que él se había despedido en algún momento. Finalmente se dio aviso a la policía.
Intrigado, el martes fuí a la residencia acompañado de un amigo ajeno por completo a los acontecimientos. La caseta de vigilancia estaba vacía y pendía del portón un enorme letrero en el que se leía: "Se vende". El lugar se veía abandonado y el césped tenía un aspecto muy distinto al que yo había visto el domingo. El ventanal se alcanzaba a ver con los critales rotos y el interior oscuro. Llamé al teléfono que aparecía en el cartel de la entrada y respondió amablemente una empleada de una compañía de bienes raíces. Un escalofrío recorrió mi cuerpo cuando me respondió que la residencia tenía seis meses abandonada.
Han pasado tres semanas desde entonces. Escribo esto desde una celda. Tengo mucho miedo. Hace un par de días, un agente me condujo a una sala donde me esperaba el abogado que se hará cargo de mi defensa. He sufrido el peor susto de mi vida, el tipo que presuntamente me defenderá ¡es el tipo de la coleta! Pude reconocerlo a pesar de las gafas negras que portaba. Cuando me senté frente a él, puso su portafolios sobre la mesa, lo abrió, ¡apenas puedo creerlo! y sacó de su interior la pluma negra con que acariciaba al puma. Me estremecí aterrorizado. Intenté gritar: ¡Dónde está mi hermano!, pero no pude, mis labios temblaban y mi dientes chocaban entre sí. El tipo mencionó con voz chillona una herencia y señaló la existencia de ciertas pruebas en mi contra. No alcanzo a recordar, y menos logro entender, qué ha ocurrido. Luego, el guardia me condujo de regreso a esta celda. ¡Soy el principal sospechoso de la desaparición de mi hermano!
Durante los últimos días no he podido conciliar el sueño. Cada vez que intento cerrar los ojos aparecen
en la oscuridad los ojos del puma mirándome fijamente. ¡Necesito ayuda!
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