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VERSIÓN SINTETIZADA DE LA SÍNTESIS. Intensión y extensión.
La escritura se propuso resumir y ser testimonio fiel de la oralidad. Falló. La escritura volvió obsoletas las formas de existencia de la oralidad y creó las suyas propias: clasificó. Era necesario. La oralidad era desordenada y mitológica. “Un yanqui de Conecticut en la corte del Rey Arturo” de Mark Twain, ofrece una perspectiva crítica de una sociedad basada en mitos y mitotes (es decir, mentiras) al amparo de esa profesión de fe que es la oralidad. La decadencia de aquella sociedad deja ver la miopía terrible de la oralidad, su obtusidad. Antes, la decadencia del discurso en Grecia llegó cuando algunos sofistas descubrieron que podían ser diputados, esa expresión bipolar de la mentira, aunque claro, en aquel momento los legisladores se preocupaban por confundir sin perder la elegancia.
El parto fue doloroso. Al nacer, la escritura provocó un daño irreparable a su madre, la oralidad, de forma que prácticamente la volvió estéril; por fortuna no la mató. En su adolescencia, la escritura dejó ver que podía convertirse en un adulto útil aunque nadie imaginó que durante la edad media tomaría como amigos de parranda a la religión y al costumbrismo, y que se vería envuelta en terribles líos enciclopédicos que la llevaron a prisión. Montaigne fue uno de los abogados que le ayudó a recuperar su libertad. Una vez en libertad se procuró una vida menos complicada y optó por un abandono paulatino de la verborrea, tendió a resumir, a hablar menos, ese síntoma de la vejez.
No olvidemos que la oralidad es también síntesis de la realidad. Pero, a diferencia de la escritura, no puede organizarse de forma compleja. Debe repetir, tomar muletillas, abundar en ejemplos, repetir, repetir y repetir, a fin de que “lo importante” pueda retenerse en la mente del oyente; he aquí la primera clasificación de la realidad, la primera síntesis. Desde la antigüedad, el mito era el recurso indispensable de la oralidad; bastaba que alguien lo concibiera para que el mito fuese asumido como una verdad potencial. Era gancho, anzuelo, cebo para el oyente incauto que sucumbía fácilmente al embrujo del hablante. El oyente repetía aquello que más le conmovía del discurso: el mito, lo único que podía reproducir con vehemencia.
El discurso es síntesis de la realidad, y de hecho convirtió a la síntesis en un arte. La comunicación en general es síntesis de la realidad, pero el mito como síntesis del discurso es antecedente genético del relato, del cuento y de otros géneros más elaborados que la escritura pudo sistematizar.
Dado que Platón no era taquígrafo, sus Diálogos, por ejemplo, son una síntesis adaptada de discusiones y discursos que Sócrates y sus allegados compartieron. Retiró la paja, dejó unas cuantas huellas coloquiales y sesgos convencionales y se concentró en “lo importante”. Dentro de su especulación idealista, fue “concreto”. Tomó aquello que le interesaba al intelecto (al suyo en primer término), lo sintetizó y lo clasificó en diversas áreas y lo dejó como modelo de pensamiento. Luego, sobre el ejercicio de la escritura (el pensamiento racional), se erigió una nueva cultura.
Fue necesario, insisto, porque la escritura liberó al intelecto de esa indigestión paralizante que es la memorización lógico-formal; lo puso sobre las alas de la especulación filosófica y le mostró reinos que le estaban vedados. Por otra parte, la escritura brindó cierta independencia al conocimiento, entre otras cosas, permitía al cualquier lector instruido incursionar por cuenta propia en el texto, sin tener a “otro” (el orador) frente a sí. Libertad. El texto superaba así al discurso y exhibía las tendencias mitomaníacas de éste.
En esencia, el mito es una expresión de lo potencial, de la ambigüedad de lo posible y lo imposible, es escape de la imaginación en búsqueda del límite, vía del espíritu en pos de la divinidad, de lo intangible. Por ello, el mito como ejercicio especulativo no desapareció con la escritura (con la literatura), antes bien, se adaptó a la clasificación y fue refuncionalizado (así se dice, creo). Ficción, ciencia ficción. Viejo anatema con nuevas presentaciones. Recreación del mito, renovación de creencias, la búsqueda del límite, la enfermedad hereditaria de Odiseo.
Si el cuento, el ensayo y otras formas de expresión de la escritura se proyectan como una expresión de la síntesis, ello no es ninguna novedad. Por el contrario, no hacen sino exhibir su código genético. La decadencia de estos géneros debe atribuirse sin duda a los autores más que al género mismo. Las vanguardias se propusieron derrumbar los cánones, pero fallaron porque confundieron la forma con el contenido. Pretendían derrumbar la prisión echando por tierra la Ley. El resultado fue la irracionalidad, la corrupción del libre albedrío, y el desgaste de los géneros (en todo sentido). Las vanguardias fueron expresión de la decadencia, es cierto, pero en tanto crítica se desgastaron más rápido que la propia realidad. En cierta medida, la decadencia ha creado sus propias formas de subsistencia y no debemos descartar que en la búsqueda de lo nuevo, la literatura y las artes en general regresen a formas de expresión que hoy damos por olvidadas. Eterno retorno. Con ello no haremos sino confirmar que el nihilismo no es sino una paradoja del optimismo.
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