martes, diciembre 23, 2003

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UN CUENTO DE NAVIDAD

Hace un tiempo, un párroco de Mexicali acusado de pedofilia me pidió que escribiera un cuento de navidad para publicarlo en la revista parroquial (cuatro hojas bond dobladas por la mitad). Era diciembre. En su momento no sabía yo de semejante acusación, lo que, arriesgo y especulo (y no necesariamente en ese orden), hubiese cambiado ampliamente el sentido del cuento.

Para el caso es la misma, y conste que corro el riesgo de no recordar si ya lo he subido al blog antes. Si ese fuese el caso, y en eso coincido con mi Alzehimer, sugiero que no vuelvan a leerlo, exceptuando aquellos casos en los que se padezca insomnio crónico, circunstancia en que el citado relato puede servir de linimento.

Bien, el cuento es este (El título se lo puso Margarita Oropeza).

EL MILAGRO OLVIDADO

Cuando la comitiva del sultán de Istambaad llegó al Oasis de Jericó, una muchedumbre se amasaba para adquirir provisiones y forraje que ofrecían los mercaderes en aquel paso obligado de peregrinos y viajeros. Junto al enorme estanque rodeado de ríspidas palmeras, un centenar de camellos reposaba paciente en espera del nuevo día para continuar por el desierto su jornada con destinos tan distintos como distantes. Cansado, el sol caía sobre ese remanso de vida que desafiaba las arenas inhóspitas mientras un seco vientecillo castigaba los huesos y los afanes de los viajeros; algunas tiendas de campaña resistían estoicas el embate del viento vespertino.
La noticia del nacimiento del Redentor corría de boca en boca esparciéndose más allá de los confines de Galilea donde muchos la recibían con fé, otros con asombro, pocos con indiferencia.
En una de las tiendas, celosamente guardada por vigilantes de morisco aspecto, los príncipes Gaspar y Baltasar discutían y hacían cálculos sobre un desteñido mapa delineado en una preciosa piel de lince, acerca de la ruta que les llevaría con mayor premura a Belén, donde marchaban a adorar al recién nacido Hijo de Dios; al enterarse del arribo del sultán moro, los príncipes abandonaron sus especulaciones, salieron de la tienda y se dispusieron a recibirle.
Llamó la atención de peregrinos y mercaderes el séquito del sultán encabezado por tres enormes elefantes y escoltado por un numeroso grupo de jinetes y camellos que se aproximaban al oasis; para la mayoría de aquellos transeúntes ver las enormes bestias de carga era un espectáculo inédito y atemorizador.
Como si la providencia así lo hubiera dispuesto, delante del imponente desfile real, una endeble carreta de madera, tirada por tres burros con visibles muestras de fatiga, llegaba simultáneamente al lugar estorbando el paso del cortejo. Con un rictus de preocupación, de la carreta descendió apuradamente un hombre delgado cubierto con una gastada túnica de piel, tiró de la rienda del burro alejándolo de la vereda principal abriendo paso al contingente, temeroso de ser arrollado por el desfile colosal.
Impulsado por la sed y presintiendo la proximidad del estanque, uno de los elefantes escapó de control, se posó amenazador sobre sus patas traseras y tiró a su jinete mientras barritaba hasta ensordecer. Rápidamente, lazos y picos de los sirvientes del visitante sometieron al animal ante el asombro de los asustados testigos. Enmedio de la confusión, la carreta y la tercia de desafallecientes burros, fuera ya de la vereda principal, resbalaron hacia una zanja que les hizo volcar lanzando por tierra todo cuanto transportaba; una mujer joven y un pequeño de algunos diez años de edad rodaron por el suelo. Se escuchaba un llanto lastimero. El hombre delgado, que también había caído, corrió en auxilio de su familia tan pronto como se lo permitió su asombro. Habiendo presenciado el singular suceso sin perder detalle, desde la altura del paquidermo que le conducía, el personaje real descendió como saeta y antes de que los ánimos volvieran a su juicio, tomó entre sus brazos al pequeño que gemía inconsolable y le cubrió con su gruesa capa. Al levantarlo, se percató desconcertado de que el infante se encontraba impedido para caminar. En un abrir y cerrar de ojos los sirvientes del sultán habían sacado la carreta y los burros de la zanja al tiempo que los padres, ya repuestos del susto, recibían en sus brazos al pequeño lisiado.
-Vamos a Belén a ver al Niño Dios-, repuso el hombre de la carreta mientras su mujer se inclinaba para besar los piés del moro real.
Melchor, el sultán, tomó del brazo a la mujer, colocó su turbante de piel sobre la cabeza y le condujo hasta encontrarse con Gaspar y Baltasar que habían atestiguado la inusual escaramuza y se acercaban al recién llegado.
-Hombres de Buena Fé, dijo Melchor llevando su mano al pecho y abranzándoles, estas gentes siguen también al lucero real que lleva a Belén, ahora nuestro grupo será más grande y la Gloria de Dios Nuestro Señor lo será también-.
Resguardados de la creciente inclemencia vespertina en una de las tiendas, los príncipes dieron cuenta a Melchor de su reciente encuentro con Herodes en Jerusalén y de las visicitudes de su viaje. Ahí convinieron una misión secreta.
Esa noche, el pequeño y sus padres comieron nueces y fruta seca, bebieron tibia leche de cabra y durmieron bajo el cobijo de la tienda de Melchor. La oscuridad cernió un cielo estrellado sobre el perfil silencioso del desierto; los príncipes oraron por la aurora jubilosa de la buena nueva.

II

Un par de días después, una interminable caravana de camellos y elefantes; de príncipes, serviles y peregrinos, avista las columnas de humo que manaban del pueblo que marcaba el fin de su agitada ruta: Belén; tras ellos, a un par de leguas de distancia, la carreta de los burros hacía vanos esfuerzos por alcanzar el paso firme del cortejo.
Decenas de niños recibieron a los imprevistos visitantes reales con inédita algarabía, entonando vivas y cantos. Como si siguiesen estrictas instrucciones de un código aprendido, los chiquillos, embajadores iluminados, abrían paso al cortejo rumbo al establo donde se encontraba Jesús de Nazareth. Belén lucía el atuendo de capital del mundo.
Comedido, un grupo de devotos lugareños salió al encuentro de los viajeros; Acabeo, el principal de Belén, atendió a la realeza visitante ofreciéndoles aseo y comida caliente. Sin embargo, los embajadores de oriente prefirieron ser conducidos hasta el aposento de Jesús, el Salvador.
Un gentío se aglutinaba en torno al establo donde habían dispuesto el recibimiento de peregrinos y pastores que llegaban por cientos a Belén. La muchedumbre abrió paso al majestuoso séquito de visitantes; los príncipes y el sultán llevaban consigo cofres de madera finamente labrada con obsequios para el hijo de María y José. Baltasar portaba una lámpara de incienso, aquella aromática presencia desafiaba el característico olor a estiércol del lugar.
-Sean Bienvenidos-, dijo José haciendo una reverencia.
Los visitantes apenas respondieron, hipnotizados se postraron ante el pesebre del Niño, contemplaron su rostro radiante, agacharon sus rostros llorosos y oraron en silencio. Los últimos rayos de sol atestiguaban la infinita devoción que inspiraba el Rey de reyes en aquellos viajeros de noble estirpe.
Imperceptiblemente, detrás del gentío, la endeble carreta de burros llegaba finalmente a su destino. Los esposos peregrinos bajaron a toda prisa del carro dejando ahí a su pequeño hijo que dormía plenamente para dirigirse al establo, abriéndose paso entre decenas de pastores que seguía llegando.
-Estas gentes han venido desde Jafed para ver al Niño- dijo Gaspar anunciando a la pareja que besaba el pesebre de madera de Jesús y lloraba de alegría.
Justo en ese momento, una extraña luz anaranjada que provenía del sol ya marchito, reflejado en las nubes de la tarde, iluminó misteriosamente la carreta de los burros; José, María y los príncipes se incorporaron para contemplar aquel llamativo fenómeno y, sorprendidos, se dirigieron ahí; la gente se apartó involuntariamente formando una valla. Entonces, de la carreta, el pequeño lisiado bajó bostezando y avanzó tiritando de frío en dirección del pesebre donde sus padres permanecían acuclillados, ajenos al extraño acontecimiento.
-¡Padre Nuestro! ¡Milagro!-, exclamó Melchor extasiado, -¡El niño impedido ha caminado!-.
Los padres del menor giraron sus rostros sorprendidos, miraron incrédulos a su hijo movido por su propio pié y corrieron a abrazarle ante la estupefacción de todos.
En el pesebre, Jesús sonreía.
Días después, advertido por los príncipes de la sospechosa actitud que percibieron en Herodes, rey de Judea, a quien, como dijimos, habían visitado a su paso por Jerusalén, José tomó a María y al Niño y les llevó lejos, donde Jesús estuviese a salvo de toda asechanza.
Quizá la imprevista huída de Belén y los terribles acontecimientos que le precedieron empolvaron de alguna manera el recuerdo de esta historia que, no obstante, logró conservarse intacta.

FIN

Posdata: la acusación de pedofilia no pasó de ser un rumor.

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