jueves, agosto 05, 2004

LA TENTACIÓN DEL MITO

Una de las cosas que más me sorprende del relato fantástico de Mark Twain, Un yanqui de Connecticut en la corte del Rey Arturo, es su percepción sobre las diferencias entre dos culturas diametralmente distintas: una basada en la escritura y otra en la oralidad.

Son abundantes las diferencias que podemos encontrar entre las sociedades orales y las gráficas. La escritura, por ejemplo, extiende la potencialidad del lenguaje de forma casi ilimitada; da una nueva estructura al pensamiento y permite la posibilidad de reflexionar sobre el lenguaje mismo. Aunque de forma imperfecta, y valiéndose de mecanismos discursivos que le son propios, como la repetición, la utilización de referentes e imágenes orales preestablecidas como los refranes y la utilización de cierta rítmica vocal, entre otras, las sociedades orales hubieron de dar preponderancia a la memorización de hechos, momentos y circunstancias; la reflexión especulativa existía de forma sumamente rudimentaria al considerarse impráctico.

Con la invención de la escritura, el individuo fue liberándose paulatinamente del yugo de la memoria. Al poder consignar a un espacio físico legible el creciente mundo de lo diverso, el individuo supo disponer de mayor espacio intelectual a la reflexión, a la hipótesis y a la especulación filosófica, por ello no es fortuito afirmar que la invención de la escritura fue una zancada enorme en el desarrollo nuevas formas de pensamiento, y que la filosofía y las ciencias en buena medida deben su existencia a la paulatina expansión del uso de las grafías.

Para algunos estudiosos, las sociedades orales otorgan un poder dinámico a la palabra y su idea del valor de la palabra difiere sustancialmente del que se le otorga en una sociedad con grafías. Que las palabras entrañen un potencial mágico en las sociedades regidas por la oralidad exhibe la creencia de que las palabras tienen cierto “poder”. Los pueblos orales comúnmente consideran que los nombres (una clase de palabras) confieren un poder inherente a las palabras al emitirse fonéticamente; quien goza del don de la palabra goza de un poder potencial. Su palabra hablada, efímera y volátil, no se somete a prueba y es en este espacio donde mejor se acomoda el cuerpo de la mitología, transmitida de generación en generación mediante la oralidad. De ahí que los caballeros de la corte arturiana nos sean presentados como unos individuos tan inclinados a mentir como proclives a la credulidad.

Uno de los resultados de la utilización creciente de la escritura fue que el mito, vástago obligado de la tradición oral, se vio enfrentado al escrutinio de la razón. Los sueños fantásticos, los mitos maravillosos, la omnipresencia de las deidades, cuyo conocimiento era retenido con relativa fidelidad por la memoria, enfrentaban ahora la severidad del escrutinio juicioso de una nueva legión: los lectores.

Es quizá una regla, en la medida en que una sociedad basada en la escritura rehuye el ejercicio de la lectura, invariablemente se volverá susceptible al mito, resbalará a la credulidad y acabará en la ignorancia.

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