viernes, marzo 14, 2003


ATENCION

A quienes desagraden los posts largos, por favor retírense de éste, puede ser dañino para sus costumbres lectivas. Se trata de un cuento semibreve y cuasilargo. Te advertimos que si lo lees vas a desperdiciar 18 minutos de tu vida que bien podrían emplearse en cosas de mayor provecho. No pretendas leerlo como como lo haces con la mayoría de los posts (a vuelo de pájaro y saltando renglones). Ni digas después que no fuiste advertido.

EL VUELO FALLIDO DE PICASSO

Hay quienes afirman que Pablo Picasso jamás viajó en avión, una falsedad tan grande como el número de opiniones que existen sobre su obra. Aunque supersticioso hasta la médula, Picasso fue un individuo que nunca externó temor a nada ni a nadie. Sus viajes por el Medio Oriente, Grecia, la ex Unión Soviética y otros lugares los realizó en aeroplano, aunque es saludable señalar que viajar en barco era una pasión íntima.

Quizá la fama de este inexistente temor a los vuelos comenzó tras un curioso incidente que ocurrió en el aeropuerto de París. Era la víspera de un viaje a Nueva York, donde asistiría al homenaje organizado por el Museo de Arte Moderno y la alcaldía de esa ciudad. El pintor tenía 57 años y no era la primera vez que viajaba a Nueva York a trabajar o a masticar elogios y enojos de la crítica. Sabía que sus críticos un día amanecían leales hasta la muerte y el otro con ganas de hacerlo jiras.

Pablo hizo gala de una enorme paciencia, aunque sólo por algunos minutos. Al enterarse de que tendría que esperar más de dos hora por el retraso de su vuelo, se puso fuera de sus casillas. Miró el elevadísimo cielo del enorme edificio y caviló por unos segundos. Enseguida hizo algo a mi entender muy francés: se sacó los mocasines, abrió su portafolios, extrajo un par de sandalias de lona color beige que había adquirido en Mallorca, se los puso y tiró en un depósito de basura los mocasines. Cuando vio mi sorpresa, lapidariamente dijo: -A mí también me desagradan-. Luego se sentó en el piso encima del portafolios, se reclinó sobre el depósito de basura empotrado en un pilar y bajó su sombrero hasta que le cubrió los ojos en señal de enfado más que de sueño. La sala del aeropuerto en aquella hora matinal era un páramo desolado.

Caminé hasta el puesto de cigarrillos para comprar la edición dominical de Le Monde. Enfilé a la taquilla para confirmar nuestro vuelo y luego me senté al lado del maestro, esperanzado en que la solidez del pilar pudiera con ambos.
Habían transcurrido unos minutos, cuando se aproximó a nosotros un funcionario de la línea aérea. Inclinándose susurró en mi oído un castellano agabachado: -¿Es usted monsieur Picasso?-. Sin responder, señalé con el pulgar al maestro quien, percatándose de la presencia del empleado, levantó con el índice de su diestra el sombrero tejido de palmilla.

-Monsieur Picasso-, dijo extendiendo su mano a mi benefactor, -tengo instrucciones de llevarlo a la sala de viajeros especiales-.

El maestro, acostumbrado al trato amable de sus seguidores, accedió con un atento merci.
Aquel empleado nos condujo en medio de un alud de disculpas. Luego de sortear un complejo laberinto, llegamos a una lujosa y solitaria estancia que lucía acogedora. Al entrar, vimos un óleo original de proporciones más bien pequeñas, de Claude Monet. Dos conejos colgando de una percha junto a un cuerno de pólvora y una bota de vino, hablaban de la depurada técnica de los inicios del impresionista. A pesar de su breve tamaño, el marco que le guardaba era exageradamente grande.

Picasso lo vio de soslayo y exclamó: -Es horrible-.
-¿No le place Monet?, ¡Es un Monet original!-, respondió contrariado nuestro inefable guía.
Picasso, quien conocía personalmente a Monet, repondió, -el cuadro es una joya, pero lo que me parece horrible es ese marco horrible-.
Aquella tautológica respuesta parecía una confirmación intrínseca de la sabiduría del maestro, la crítica tomó por asalto al hombre que se esforzaba en complacernos.

Picasso se acomodó displicente en un mullido sofá negro de piel, puso sus sandalias en el portafolios, cruzó una pierna, bajó de nuevo su sombrero y se quedó dormido al amparo de los conejos de Monet.

II

Una hora y media después, luego de probar unos bocadillos, una copa de cabernet cortesía de la casa, leer lo que pude del matutino y observar detenidamente el cuadro de Monet, desperté al maestro. Bostezando con los ojos entreabiertos preguntó -¿Sigue ese marco ahí?... creí que era una pesadilla...

Luego agregó, exagerando el peculiar "cantao" del gallego: -Partamo’ pue’, hombre, ¿cómo e’ que seguimo’ aquí?-
Por un prolongado pasillo, una joven de muy buen talante, hija de paisanos, nos indicó el camino. Al llegar a la puerta del avión, cortésmente, sabedora de la estatura del pintor, advirtió con estudiada prudencia:

-"Maestro, es un placer tenerlo con nosotros, quiero presentarle a los miembros de nuestra tripulación, y debo decirle que el capitán Auguste Magalion, como nosotros, es un profundo admirador de su obra-.

Magalion, un hombre alto de unos 45 años se plantó en un parpadeo delante de nosotros. Con un gesto reverente saludó al maestro y comenzó a hablar con algún grado de detalle de algunas de las obras conocidas de mi señor. Luego, adoptó una actitud de profesor de arte con aceptable dominio del castellano y, para sorpresa del maestro, el capitán habló de la obras de juventud, cuando todavía firmaba como Pablo Ruiz Picasso, con el apellido paterno por delante, y hasta refirió algunos datos biográficos que yo desconocía.

No conforme, Magalion pasó revista de las obras famosas de nuestro pintor y se declaró fanático admirador del Guernica, obra a la que Picasso se refería como "la peor grosería que he hecho". Tras esta inesperada charla que se prolongó por espacio de diez minutos, el jefe del vuelo volvió a saludar al maestro, se despidió, dio media vuelta y se instaló en la cabina de pilotos, dejándonos en manos de las azafatas.

Pablo Picasso me miró entrecerrando los ojos. Volteó al andén por donde habíamos llegado a la puerta del avión, suspiró hondamente y dijo:
-Mira, coge nuestras cosas y sígueme, yo no viajo con este tío. Si le gustan mis obras tanto como dice, debe tener suelto algún arnés en la cabeza. Mejor viajaremos mañana-.

Sin decir más, el maestro dio media vuelta y regresó por donde entramos. La azafata se descompuso toda. Yo no podía dejar de pensar en el destino de nuestro equipaje fletado.
Al pasar por la salita de viajeros distinguidos, nos percatamos de que un par de empleados descolgaban el Monet de los conejos.

-¡Vaya, hombre, qué consuelo!-, se limitó a decir Picasso en voz alta y en tono gallego, -en esta compañía sólo los capitanes parecen estar chiflados.
A la mañana siguiente, tomamos el mismo vuelo a Nueva York. Esta vez no estaban ni Monet ni Magalion, Un individuo que hacía la limpieza en el aeropuerto traía puestos los mocasines del maestro.

Si pudiste llegar hasta este punto, felicidades, aquí se termina el cuento. Ahora puedes proponerte otros retos mayores, por ejemplo inscribirte en el marathon de Nueva York, o como corrector de estilo de los discursos de V. Fox sobre asuntos literarios. Y no vayas a salir con el lugar común acostumbardo "¿Es verídico este relato?" De antemano te decimos que es tan verídico como exitoso el método de lectura que sueles utilizar.

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