TRANSDIARIO. MI SUEGRA MURIÓ UNA MADRUGADA
Mi suegra solía tener muchos pájaros en su casa. Tenía una docena periquitos del amor azul turquesa y verde limón en una jaula enorme. Tenía también un tzentzontle cantador en una jaulita que era visitado diariamente por otro de su misma especie. Cuando llegaba el visitante, el prisionero le acercaba granos de alpiste y migajas de pan. Almorzaban juntos a media mañana. El tzentzontle de doña Alicia imitaba una gran variedad de sonidos; su repertorio incluía el ring electrónico del teléfono, de modo que con frecuencia nos veíamos engañados con su parodia perfecta.
Un día, enferma de años e imposibilitada para cuidar de aquellas aves, mi suegra decidió regalar los periquillos a sus nietos y liberar al tzentzontle. Los cantos no dejaron de escucharse en la casa pues el cantador, ya liberado, no se iba de la casa y hasta fabricó un nido sobre unos barrotes cacarizos del cobertizo que hacía de cochera. Cuando visitábamos la casa de mis suegros no podíamos ignorar el concierto matutino que acostumbraba el animalillo.
Hace un par de años, luego de varios meses en un centro de rehabilitación de Arizona, falleció mi suegra una madrugada. Se quedó dormida con un gesto suave y tranquilo. La sepultamos en San Luis, R.C. en un panteón blanco y calizo en pleno desierto.
Un día después del sepelio, el tzentzontle se marchó de la casa. Nunca volvió. Mi suegro viudo decía que si queríamos oir el canto del pájaro, que fuéramos al cementerio. Nadie fue a comprobarlo. Ahora, cuando suena el teléfono, todos volteamos a la ventana de la cocina con la esperanza de que el tzentzontle regresó. Uno no se quiere convencer de que doña Alicia ya no está ahí.
Estas son cosas que siempre pasan, pero a veces uno las olvida.
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